Nadie, mas que ese misterioso viajero perdido en el no-tiempo vio jamás a esa extraña raza: los inexistentes. Solo él, tras perderse durante largos años, años que no transcurren, en el viejo desierto sin nombre, donde las cosas no son ciertas, y las ideas se pierden como gritos en el vacío, en el vacío de esa nada eterna que se extiende como un manto dorado hacia el horizonte. Solo después del tiempo que nunca pasó, el instante que duró años de largas travesías entre las sombras de ciudades olvidadas y sombras que aparecían de pronto y huían despavoridas de la mirada de los hombres, o del hombre, del viajero. Solo después de ese tiempo congelado que nunca nadie sabe si es tiempo, donde se camina siempre y se camina, en el laberinto más grande, el laberinto sin paredes, donde el sol nunca se pone, donde uno no piensa en la hora, sino en seguir caminando, y seguir caminando, hasta hallar algo. Solo después de un instante que nunca ocurrió, de un sueño que podría haber sido real, solo en esa abrumadora eternidad del caminar perenne entre dunas y sombras y ciudades, y otras ideas de otros viajeros que alguna vez caminaron por ahí –o sería él, el mismo viajero, y sus pensamientos que después de lagos rodeos llegan a reunirse otra vez con él, como si fueran de otro?-. Solo, sí, solo después de todo eso, o antes, o nunca, o quizá siempre, siempre como esas llanuras que infinitamente se extienden hacia un siempre inconcebible más allá del horizonte. En el infinito cualquier punto es el centro.
Había llegado, entonces, al centro? O solo había vagado largo rato por ese centro antes de descubrir que era una ciudad? Pero no era como las otras. Esta no era de carbón, ni de sal, ni de cuarzo, ni de piedra volcánica. No era una imagen, como muchas otras, no era una broma del éter que se arremolina temeroso buscando contraerse en medio de toda esa nada que pretende siempre devorarlo, como a esas ideas vagabundas. O como a ese forastero. No. Esta ciudad era real. Y su gente no eran sombras. No eran voces. No eran murmullos o miradas perdidas que siempre miran pero no miran nada.
Eran gentes misteriosas, sí. Los inexistentes. Parecía un sueño, pero, qué vale decir que parecía un sueño? Quién puede decirlo?
Su ciudad parecía moverse, pero no en el desierto, no, siempre estaba fija, o eso parecía, el desierto siempre era lo mismo, en todas direcciones. La ciudad se movía en el tiempo. No de atrás para adelante, ni de adelante hacia atrás. Tampoco a los lados. Hay quien piensa que el tiempo es una línea. Pero este tiempo no era una línea. Era un espacio. Línea, plano, espacio. Era un tiempo de 3 dimensiones. Eso! Y el espacio, el insondable espacio que devoraba a la ciudad creciendo más y más hacia las puntas, era una línea. Eso era!
Sí, y la gente caminaba, de un lado a otro, desplazándose en el tiempo, libremente, viendo hacia delante, hacia futuros –o pasados?- que los rodeaban, cambiando de tiempo a medida que caminaban, deslizándose de un tiempo a otro para visitar a otros… otros como ellos, esos inexistentes. Esos hombres albinos, atemporales.
Y caminaban, y daban vueltas, y se movían con gracia entre los tiempos de sus vecinos, bajo las torres que cambiaban, a cada paso. Entre las gentes que también cambiaban, de formas, de ropas, de rostros.
Nuestro viajero no pretendía llegar ahí, jamás pensó que existiera tal gente: los inexistentes. El buscaba la biblioteca. La mítica biblioteca infinita, que tenía todo el conocimiento, que miles habían buscado antes que él –y seguirían buscando, mucho después de que él se desplazara, se difuminara vagando por horizontes de tiempos inalcanzables- y que solo algunos habían hallado, donde habían perdido la razón, abrumados por el conocimiento infinito, rodeados de páginas páginas páginas libros libros letras letras infinitas. Pero el llegó con los inexistentes, y con ellos se quedó. Se fue después, sí, pero se quedó. Caminando entre tiempos, recorriendo los rincones de los tiempos, mientras en otro tiempo, el ya estaba fuera, buscando el resto del infinito.
No halló la biblioteca, pero aprendió la lengua de los inexistentes, la lengua impronunciable. Una lengua como un canto, como un silencio. Como un secreto incognoscible, como un suspenso, como una fórmula intrincada, laberíntica, exacta, ambigua, poética, matemática. La habló, y la calló. Esa lengua atemporal, que no se decía, que se pensaba. N se pensaba como se piensan estas palabras. No. Se pensaba como se piensa… bueno, es imposible decir cómo.
El mismo se vio como una sombra. Una de esas sombras que vagan con su mirada –pues no tienen otra cosa, ni siquiera cuerpo- por el repetido desierto de allá afuera, esa nada que se extiende más allá de cada quien.
Conoció la ciudad, la vio a través de los tiempos, hacia delante, hacia atrás, hacia los lados. Un presente y miles presentes, pues esa ciudad no tiene pasado, ni futuro. Todos los presentes ahí están, ahora. Jamás fueron ni serán.
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