El viejo alquimista pasea por el desierto, como solitario vagabundo, la cabeza envuelta en el viejo turbante percudido, los ojos solitarios negros asomándose al mundo entre las vueltas y revueltas de a gruesa tela anaranjada. El cuerpo oscilando al compás de su camello, rodeado de nada y más nada en forma de arena, envuelto en pensamientos como en el desierto, el mismo viejo desierto que lo rodea, infinitamente, hacia todos lados, hasta la bulliciosa realidad que se aleja más y más a cada paso que da, como espantada, hasta perderse allá en el infinito, más allá de as fronteras de ese desierto en expansión, ese desierto que es la soledad del alquimista. Y de noche, entre los días y las noches perdidas, en esa irrealidad donde el tiempo no es tiempo, pues no pasa, y sin embargo hay noches; en una de mil noches, o en la noche eterna que en el desierto solo viene y complementa al día eterno, en esa noche cuya soledad cobija las arenas, las dunas, cuyas estrellas envuelven al misterio en más misterio. Sí, una noche como todas, como ninguna, el caminante viajero, el divagante buscador de mundos, el otro solitario del extenso vacío, aquel para quien todo es improbable, que lo ha abandonado todo, en medio de una noche, una noche entre las noches, en el centro del desierto infinito -siempre es el centro-, se encuentran un par de miradas. Dos tenues destellos se encuentran con dos abismos en los cuales perderse. Un ser sin cuerpo, o un cuerpo que vaga sin objetivo, encuentra las sombras, los retorcidos espejismos de irrealidad que se mueven en el espacio. La tienda -gigantesca tienda, ¿dónde la llevaría el tipo aquel?- el camello, el hombre: El alquimista. La cabeza exagerada, las telas que se tuercen y retuercen en torno a la figura de un hombre, uno de los tantos que aparecen, al ras de un deseo involuntario en e tiempo, de pronto entre las sombras, las ideas, los espejos, las dunas laberínticas de ese gran vacío.
Ni una palabra.
Dónde podría llevar ese vagabundo tantos tesoros? Es acaso real? No, por supuesto que no lo es.
Dentro de la enorme tienda, la ilusión es aún más insoportable. Es como un palacio. Volteado, torcido, un palacio de espejos, dentro de un desierto-espejo.
Las mesas de trabajo, todas desordenadas, del alquimista -como si él hubiera dispuesto ese desorden a la hora de ponerla tienda, al crepúsculo-, cientos de inventos empolvados, y seres que brincan de aquí allá,o fantasmas helados que susurran al pasar. Al ver las oscuras cavernas detrás del hombre detrás del turbante naranja, habíalo conocido completo, o eso creía el viajero. Habíalo visto, fugaz, en sus largos días de vagar, sin detenerse nunca, bajo el sol, solo sobre su camello y un extraño bulto -llevaría ahí su palacio?-, en su eterna noche, junto a la tienda, las siluetas recortadas por el azul y tenue resplandor de las estrellas, fundido con las sinuosas curvas que define la arena.
Sí, era cierto, y él lo sabía, el tiempo no es tiempo, no en esta irrealidad, que ya se iba haciendo cotidiana, aunque si.empre era algo nuevo. Así mismo era la noche, esa noche, todas las noches. Quién había elegido la noche? cuándo se percató de ella? El ya lo sabía. La noche solo podía ser posible si la envolvía el manto negro, Negro. Y al ver esos ojos... sabía que era noche. Siempre había sido de noche.
Y dentro de esa tienda -hace tiempo abandonada-, el trabajo de milenios, el ocio, la ciencia, el arte, tal vez simplemente experimentos de todo tipo. Seres disecados, alguna vez creados. Máquinas de poleas, herramientas de otro tiempo, o de otro mundo. La débil luz como de antorcha que empapaba, sin sombras, el pequeño rincón de la noche eterna.
Abandonado? E alquimista ahí había estado, justo ahora. Pero hacía ya siglos que no estaba, que había salido a vagar, a vagar por el desierto en busca del tiempo. Ahora, él caminaba, o más bien montaba su camello en un mediodía que jamás acabaría. Mientras tanto, ahí seguía, inclinado sobre su escritorio, sus aparatos, creando algo que él ya sabía inútil.
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