La vieja acomoda sus lentes, se acicala los gruesos cabellos de paja, pasa largo dedos por su enorme arrugada nariz, sus tupidas cejas ceden y se arquean sobre las estrechas rendijas de unos ojos indecisos, que intentan expresar un sentimiento improbable. El caballo corre, veloz, sin detenerse, sin jadear, como una película que se repite, y se repite. El paisaje a su alrededor no se repite, pero permanece eterno. El caballo en su estático y perenne movimiento, siempre corriendo, atraviesa los años y las eras. Las arenas rojas y desoladas, los pantanos negros y amenazadores, los bosques verdes prometedores, de sátiros y ninfas, las playas donde las olas del enorme mar conocen el uniforme movimiento y la empatía con ese caballo que corre y corre, y parece que no se mueve. Se mueve el mundo, se mueven las eras que se suceden unas a otras, en el enorme tiempo estático, que no hace más que cambiar, entre las cosas que no hacen más que nacer y morir ininterrumpidas, entre las montañs que un día se alzan y al otro se derrumban. Y el caballo, siempre al centro de todo, siempre hacia adelante, recortando su figura blanca, a veces negra, y a veces plateada cuando la luna, igualmente constante, lo alumbra en su fútil viaje, viaje hacia ningún lado.
Ya no hay en el mundo pueblos extraños, gente del desierto, sombras del pantano, infiernos de hombres blancos ciegos y famélicos que devoran la noche, torres de sabiduría, carnavales de seres extravagantes, en fin, ¿qué puede significar todo esto, todas las maravillas que gastan los ojos y que como flores se marchitan antes de tiempo?
Alguna vez el caballo habíase detenido, la vieja había bajado de él para conocer los pueblos, en busca de....
seguía sin saberlo. Pero ahora, enjunta, con las viejas manos largas y venosas, con el cuerpo gastado, con ese aspecto de un extraño ser mitológico, de criatura fantástica. Ya los mundos de fantasía, todos los pueblos, todos los viejos graves que pasean enormes pergaminos arrastrando barbas enmarañadas, y ciegos por la penumbra de sus claustros, todo eso estaba muerto. Y florecía de nuevo, en un eterno retorno de seres que iban y venían, ocupados como siempre, como todos. Ocupados como esa vieja se ocupaba en dejarlo todo, en contemplar solo el camino marcado por el tiempo que alzaba imperios y desgarraba los continentes y separaba las constelaciones.
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