Un vago pensamiento penetró la sala deslizándose sutil. Se enroscaba en
torno a las cosas como volutas de humo. Como la última exhalación de la colilla
de cigarro que los dedos gordos de la vecina aplastaban sin piedad contra el
cenicero de cristal. El silencio se enturbió. Los rostros de los
concurrentes se volvían pesados y parecían derretirse bajo la idea que ahora se
les pegaba al rostro como sanguijuelas, absorbiéndoles los pensamientos todos
como por ósmosis inversa.
La vecina, gorda, rubia y con un festivo vestido de colores, paseaba
lenta, eficazmente su penetrante mirada de lado a lado, abarcándolo todo. Nada
se escapaba a su visión y ahora los convidados, silenciosos, sentían como
barría con ella el pensamiento general, así, como motas de polvo, que
levantaban el vuelo, se arremolinaban frenéticas e iban a posarse por ahí, en
algún otro lado, formando una gruesa capa invisible, como etérea, que sin
embargo endurecía las expresiones, inmortalizándolas como esculturas, aunque
fuera solo por un segundo; una Pompeya instantánea. Filipe, hombre canoso y
enjuto tomó aire, como para pronunciar algo. La mirada expectante y judicial de
la vecina pasó rápida y alarmadamente a posarse sobre él, cayendo con todo el
peso en la frágil figura que parecía se iba a desmoronar si no fuese por la
silla que lo sostenía. Los demás apenas se atrevían a mirar. Bajaban la vista y
prestaban atención a la escena, como si se viera reflejada en el suelo de
mármol.
Filipe dudó un momento. Sus ojos grandes y asustados corrían frenéticos
hacia todos los concurrentes, evitando siempre la visión de aquella señora
marchita que lo observaba detrás de esos delicados lentes de montura de oro.
Por fin murmuró unas palabras.
Sea lo que fuere que haya dicho, causó una súbita impresión que de
pronto removió el pesado ambiente, sus quedas palabras que brotaban inseguros
como una masa espesa y brumosa, al momento cruzaron como un rayo, rebotando de
cabeza en cabeza entre los asistentes, los cuales tan solo levantaban
brevemente la vista, dejando entrever la emoción que esto despertaba en ellos.
Los ojos de la vecina, furibundos, hacían juego con su cara rosada que de
pronto había tomado un matiz más sustancioso, claramente rojo. La mueca que
hizo a continuación mereció la vista de los que la rodeaban, que no sabían si
deberían sentir alegría o espanto. A todos en ese momento se les ocurrió que iba
a explotar, que un torbellino se iba a alzar desde los interiores de la mujer,
que iba a proferir en gritos y, en esencia, una verdadera hecatombe para con su
marido, que acababa de proferir un comentario profano, y peor aún: en frente de
las visitas. El segundero marcó su tic y su tac con una insistencia
insoportable, dando a cada uno su espacio, como de semanas. Finalmente la
monumental señora se levantó sobre sus gordas piernas, esas conocidas piernas
que remataban en diminutos pies, un milagro de la ingeniería. Contra toda
suposición, la señora se sacudió el delantal percudido, con sus adiposas viejas
manos llenas de anillos, todo esto sin decir palabra, y así, en silencio, se
dirigió hacia la cocina y desapareció tras de la puerta.
Todos miraron insólitos a Filipe, que con una risilla burlona que no se
atrevía a asomarse, miraba triunfalmente a sus vecinos, sus enormes ojos ahora
rebosaban una cierta alegría.
Filipe ya sabía lo que le esperaba, sin embargo, después de aquella
velada. Había roto la predominancia de su mujer con tan solo unas palabras.
Había deshecho el abstruso y frágil castillo de cartas que ella había
construido a lo largo de años de veladas semanales a las que nadie sabía
siquiera por qué se molestaba en asistir. Y sin embargo, todos llegaban
puntuales y rara vez faltaban. Las veladas eran una cosa extraña: La señora
descansando sobre su propia adiposidad, coleccionada a lo largo de varios años
de esa vida acomodada, se sentaba en el centro, en su enorme diván, mirando
pesadamente a cada uno de los asistentes, juzgándolos silenciosamente,
escrutando cualquier indicio de mal comportamiento, o de cualquier
comportamiento que saliera de sus cánones o de la lenta y monótona existencia
que sobrellevaban día a día, en ese viejo edificio de ladrillos, bajo la
ineludible mirada de la señora.
La verdad era que esta mujer nada tenía que hacer, y dedicaba su vida a
reafirmar sus esquemas, estableciéndolos como con vapores que inundaban el
lugar, entre los diferentes vecinos, haciendo así de legisladora, vigilante, y,
en suma, suprema matriarca de la pequeña y disfuncional comunidad que sostenía
ese edificio como una fortaleza, o un castillo, máximo ostento del dominio de
esta hembra alfa-plus. Y aunque las cosas parecían tranquilas, normales, como en
cualquier otro edificio, los hombres, si, los jefes de los hogares, de cada
departamento, subían semanalmente en tropel a la estancia principal del
departamento superior, el más grande. Ahí se sentaban y permanecían en
silencio, comiendo canapés o pasta, fingiendo para sus adentros estar reunidos
en sana convivencia con los amables vecinos de arriba, los cuales, amable y
tácitamente, habíanlos invitado a tomar café y comer unas botanas. Sin embargo,
ninguno de ellos recordaba invitación alguna de parte de la señora, nunca en su
vida. Tal vez Josefo, el más viejo de todos, fuese alguna vez invitado. El
resto solo recordaba la primera vez que sus padres los habían llevado a esa
casa. La tradición se mantenía por un par de generaciones, y, sin embargo, la señora
era la misma, sentada al centro, como un viejo monumento inmortal, paseando la
mirada como un centinela en su revisión semanal. Sí, todos estos hombres
recordaban, al cumplir los 18, o los 21, el día que sus padres, sin hablar, les
tomaban de la mano y los conducían escaleras arriba, a enfrentar una extraña
obligación con la que cargarían el resto de sus vidas. Era como una iniciación.
Y sin embargo, esta noche, las cosas habían cambiado. El legendario
diván yacía solitario en el centro de la habitación. A unos metros de él, en un
extremo del mismo semicírculo en el que los demás se hallaban inmóviles e
incrédulos, Filipe era el centro de todas las miradas. Nadie podía creerlo, en
quiénsabecuantos años de existencia -tal vez desde la noche de los tiempos-
jamás se había visto semejante situación. Ahora Filipe, el débil y pequeño
Filipe tampoco podía creerlo. El silencio se hizo aún más tenso.
***
Ya el portazo del último en salir había establecido una frontera entre
un silencio y otro, ya hacía de ello minutos, horas, años, cuando la señora
entró con paso lento por la puerta por la que había salido. Solo su marido se
hallaba parado junto a la puerta, mirándola aún después de quién sabe cuánto,
como viendo al último de ellos alejarse. En aquella casa los invitados jamás
habían oído pronunciar palabra alguna. En ese momento Filipe se daba cuenta que
tampoco él recordaba, desde hacía mucho, que ahí se hablara. La vida era una
rutina, y se movía bajo una pauta fija e inamovible que día a día les conducía
a manejarse maquinalmente, al punto de que aún los encuentros inesperados con
esa señora -que a estas alturas era como una extraña muy familiar- en el
pasillo o en la puerta solo bastaban un momentáneo cruce de miradas para
arreglarse, caer dentro de un orden que obedecía perfectamente a las reglas de
los variados movimientos que se llevaban de manera casi natural en ese
departamento bien iluminado y sin embargo, lúgubre.
La casa permaneció en silencio. Parecía una regla. Entonces Filipe tuvo
por un momento la impresión de que su mujer era telépata. La tempestad se
anunciaba. Como para contraponerse al silencio que reinab a en la estancia, el cielo nocturno trobnaba furioso. El viento parecía descargar la energía que subyacía la estática calma de la habitación donde el tiempo parecía haberse detenido. Felipe sentía la tensión aumentar, aprisonarlo contra si mismo, la atmósfera pesada, aglutinada como gelatina, electrizándose en un crescendo que alcanzaba su mayor climax, presto a estallar liberando la tempestad que se gestaba como en una bomba de tiempo en la vastedad repentina de esa espera interminable.
Y todo esto en absoluto silencio.
Filipe no tuvo más remedio que voltear a ver a su mujer, que ahora,
aunque era la misma -la misma vieja ajada de todos los días- parecía un enorme
gato con los pelos erizados, presto a atacar a un pequeño intruso incauto que penetrara sus terrenos.
La enorme mujer, bajo un impulso invisible se adelantó, avanzaba con paso lento y decidido hacia el cada vez más pequeño Filipe, que ahora miraba paralizado con sus ojos como lagunas. La tormenta era de ella, de la señorona que avanzaba y a cada paso invocaba un potente relámpago que atronaba en la hecatombe que se empezaba a manifestar en todas las esferas del universo. Cada paso que daba acercaba más la potente electricidad deslumbrante a la pequeña, cuadrada fortaleza que se erguía como supremo poderío de esa bestia dormida que en ese instante despertaba.
El viento se arremolinaba en la calle en torno al edificio. Ahora solo existía éste y la vastedad. Los hombres recién llegados a sus casas, preparados desde que escucharon las débiles palabras de Filipe, se abrazaban a sus familias con el corazón encogido, mirando en torno y temiendo el fin de los tiempos. Esa noche profética había desencadenado el puño de Dios, o más bien de la Diosa, la única Diosa y señora de todo cuanto existía.
Filipe ya se hallaba a solo un paso de su mujer. El gesto decisivo con el que el monstruo -ya no mujer, ya no la apacible, apática señora que guardaba vigilancia desde que el mundo era mundo- levantaba su garra sobre la raquítica figura, se vio marcado por un destello cegador que acabó con el mundo, con al vida, con el silencio. Y en la oscuridad insondable que sucedió a esa luz cegadora, el relámpago que parecía ser el ruido de una grieta colosal abriéndose en el cielo y en la tierra, en una ruptura cósmica que de pronto se tragaba toda la existencia y liberaba la oscuridad cultivada por los milenios bajo las tranquilas noches de reuniones vecinales.
El vacío duró una eternidad. Solo los corazones de los hombres se oponían al devorador silencio. Algo así como la vida se dejaba entrever en la larga quietud que dejó la tormenta. Las pequeñas gotas golpeando los cristales prestaban apenas un murmullo vago, incierto, pero que mantenía viva la esperanza de que aún existiera el mundo allá afuera.
El amanecer trajo una nueva creación. El ruido de gallos lejanos y de pájaros en los árboles parecía paradisíaco. En realidad nada evidenciaba lso hechos de la noche anterior. Tal vez se había tratado de un sueño. Y sin embargo parecía estarse creando un mundo nuevo con la mañana que pegaba un helado vaho en las ventanas y sacudía la modorra del mundo dormido, desperezando figuras que se movían afuera en la calle, en una nueva realidad que a su vez era cotidiana y prestaba a la mañana una tranquilidad de una realidad ininterrumpida, una rutina que sin embargo se abría a nuevos horiozontes.
Temerosos, dudosos, los inquilinos subieron esa mañana por las largas escaleras hasta la adornada puerta, conocida como se conoce la palma de la mano propia. En ella no había nada nuevo. La novedad era esa visita matinal, fuera de todo horario, que los hombres hacían contra toda convención y más allá de cualquier autoridad que les ordenara o prohibiera hacerlo. Don Josefo a la cabeza empujó lentamente la puerta emparejada, como lo había hecho la noche anterior; lo que adentro vieron parecía un recuerdo antiquísimo. Las sillas dispuestas en semicírculo en torno al enorme -legendario- diván ubicado en el centro de la estancia, sin embargo el diván se hallaba vacío, solitario, como una imposibilidad impuesta. Y en la estancia el silencio era absoluto. Pero no era ese silencio de espera, ese silencio que respiraba pesado que bien conocían en ese lugar, ese silencio tan impregnado del perfume incierto de esa mujer omnipresente. Era un silencio rotundo, como de abandono. El tiempo ahí -sentían ellos- se había detenido. La escena esperaba desde hacía millones de años, posando, la llegada de los vecinos que ahora miraban todo desconcertados. La luz inundaba el lugar y afuera la vida bullía. Los vecinos decidieron que no había nada que hacer ahí, y apurándose a cumplir con sus diarias obligaciones salieron en fila, cerrando tras del último la puerta, en un acto final que duraría por el resto de la eternidad.
La enorme mujer, bajo un impulso invisible se adelantó, avanzaba con paso lento y decidido hacia el cada vez más pequeño Filipe, que ahora miraba paralizado con sus ojos como lagunas. La tormenta era de ella, de la señorona que avanzaba y a cada paso invocaba un potente relámpago que atronaba en la hecatombe que se empezaba a manifestar en todas las esferas del universo. Cada paso que daba acercaba más la potente electricidad deslumbrante a la pequeña, cuadrada fortaleza que se erguía como supremo poderío de esa bestia dormida que en ese instante despertaba.
El viento se arremolinaba en la calle en torno al edificio. Ahora solo existía éste y la vastedad. Los hombres recién llegados a sus casas, preparados desde que escucharon las débiles palabras de Filipe, se abrazaban a sus familias con el corazón encogido, mirando en torno y temiendo el fin de los tiempos. Esa noche profética había desencadenado el puño de Dios, o más bien de la Diosa, la única Diosa y señora de todo cuanto existía.
Filipe ya se hallaba a solo un paso de su mujer. El gesto decisivo con el que el monstruo -ya no mujer, ya no la apacible, apática señora que guardaba vigilancia desde que el mundo era mundo- levantaba su garra sobre la raquítica figura, se vio marcado por un destello cegador que acabó con el mundo, con al vida, con el silencio. Y en la oscuridad insondable que sucedió a esa luz cegadora, el relámpago que parecía ser el ruido de una grieta colosal abriéndose en el cielo y en la tierra, en una ruptura cósmica que de pronto se tragaba toda la existencia y liberaba la oscuridad cultivada por los milenios bajo las tranquilas noches de reuniones vecinales.
El vacío duró una eternidad. Solo los corazones de los hombres se oponían al devorador silencio. Algo así como la vida se dejaba entrever en la larga quietud que dejó la tormenta. Las pequeñas gotas golpeando los cristales prestaban apenas un murmullo vago, incierto, pero que mantenía viva la esperanza de que aún existiera el mundo allá afuera.
El amanecer trajo una nueva creación. El ruido de gallos lejanos y de pájaros en los árboles parecía paradisíaco. En realidad nada evidenciaba lso hechos de la noche anterior. Tal vez se había tratado de un sueño. Y sin embargo parecía estarse creando un mundo nuevo con la mañana que pegaba un helado vaho en las ventanas y sacudía la modorra del mundo dormido, desperezando figuras que se movían afuera en la calle, en una nueva realidad que a su vez era cotidiana y prestaba a la mañana una tranquilidad de una realidad ininterrumpida, una rutina que sin embargo se abría a nuevos horiozontes.
Temerosos, dudosos, los inquilinos subieron esa mañana por las largas escaleras hasta la adornada puerta, conocida como se conoce la palma de la mano propia. En ella no había nada nuevo. La novedad era esa visita matinal, fuera de todo horario, que los hombres hacían contra toda convención y más allá de cualquier autoridad que les ordenara o prohibiera hacerlo. Don Josefo a la cabeza empujó lentamente la puerta emparejada, como lo había hecho la noche anterior; lo que adentro vieron parecía un recuerdo antiquísimo. Las sillas dispuestas en semicírculo en torno al enorme -legendario- diván ubicado en el centro de la estancia, sin embargo el diván se hallaba vacío, solitario, como una imposibilidad impuesta. Y en la estancia el silencio era absoluto. Pero no era ese silencio de espera, ese silencio que respiraba pesado que bien conocían en ese lugar, ese silencio tan impregnado del perfume incierto de esa mujer omnipresente. Era un silencio rotundo, como de abandono. El tiempo ahí -sentían ellos- se había detenido. La escena esperaba desde hacía millones de años, posando, la llegada de los vecinos que ahora miraban todo desconcertados. La luz inundaba el lugar y afuera la vida bullía. Los vecinos decidieron que no había nada que hacer ahí, y apurándose a cumplir con sus diarias obligaciones salieron en fila, cerrando tras del último la puerta, en un acto final que duraría por el resto de la eternidad.
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