viernes, 4 de enero de 2013

El templo

El templo se mantiene en pie desde la noche de los tiempos. Ya ha miles de años que está a punto de caerse.
En aquella remota época, ya tenía más de dos mil años en este estado precario, siempre a punto de desplomarse con un estruendo. Ese viejo templo fósil, el más grande del extenso país selvático y oscuro, cerca del cual cruza un majestuoso río, cuyas aguas rugen con fuerza en su vertiginoso correr eterno, y cuya furia puede alterar el equilibrio de la selva entera, hasta las lejanas montañas que se alzan al cielo como una pared recortada en puntas y peñascos, entre las cuales se sostiene el mundo entero.
El ominoso templo se levantaba desde hacía cientos de miles de años, y ya en aquella remota época difícilmente se sostenía en pie. Sus paredes estaban partidas por gruesas grietas en donde crecían las enredaderas amenazando con devorar la estructura. los tablones podridos del suelo podían ceder ante cualquier peso y se hallaban infestadas de hongos de colores brillantes.
Cada mes, en luna llena, una grey de hombres graves se acercaba a paso lento. Con la cabeza cubierta como monjes capuchinos, asomando unas largas y delgadas manos grises bajo las envolturas de sus túnicas, se reunían a la entrada del templo y ejecutaban una lenta y extraña danza. Parecía una de esas danzas frenéticas y salvajes que hacen los forasteros en torno a sus ídolos que se paran sobre un pie, con dedos largos y cuernos retorcidos, asomándose entre el fuego y esbozando una mueca burlona y maliciosa. Sin embargo aquí lo que se hallaba al centro era el gigantesco templo, que elevaba su punta al cielo gobernando la llanura entera. Los hombres danzaban de una manera extraña, pero lenta, cada vez más lenta, como si en ese momento el tiempo aminorara y se arrastrara pesadamente, cada vez más lento hasta casi detenerse por completo. En ese momento los hombres se hallaban en las más extrañas posiciones como estatuas atrapadas en medio de un caos; era entonces que llegaba el pequeño saltimbanqui.
Llegaba corriendo una pequeña figura envuelta en harapos de todos los colores, con enormes ojos negros y esbozando una larga sonrisa, era de miembros pequeños, delgados y ágiles. Se detenía ante las estatuas y su rostro reflejaba la malicia de los actos que cometería a continuación. En ese momento agarraba tinturas que juntaba en la selva y tenía guardadas en una paquete, y aprovechando la inmovilidad de los tipos aquellos, se dedicaba a pintar en sus rostros grises y arrugados, en las largas barbas blancas que descendían hasta el pecho, con colores y formas sin sentido, luego bajaba de sus cabezas, agarraba los frutos y los granos que dejaban bajo el umbral del templo como ofrenda, tirando también los inciensos y desperdigando las piedras y cristales que junto a ellos habían.
Entonces se iban y poco después los viejos despertaban de su inmovilidad, regresando al tiempo que vivía el resto del mundo, se miraban unos a otros y a continuación la ofrenda profanada, se asomaba la furia en sus ojos, entonces se retiraban murmurando y encorvados bajo el peso de sus propias cabezas.
Durante los días los viejos simplemente se sentaban cerca del templo, guardando una distancia respetuosa y cantaban con una voz profunda desde la garganta, en un potente ruido que envolvía las cosas y las penetraba por ósmosis, retumbando por todos los sistemas planetarios. El saltimbanqui entonces se trepaba por las enredaderas que envolvían las paredes del templo y se encaramaba en el grueso árbol, casi tan antiguo como el templo, cuyas poderosas raíces ganaban terreno a los cimientos del edificio; sacudía las ramas y brincaba con fuerza sobre los pisos más altos, y se colgaba de las vigas, tentando la resistencia de la estructura en un afán por acelerar su derrumbe. Los viejos al verlo detenían sus cantos, se levantaban pesados, sin renunciar al aire impasible y pesado que siempre llevaban, recogían piedras del suelo y las aventaban al saltimbanqui que las esquivaba brincando, bailando, burlándose de los viejos.
Los viejos comían solo raíces, que guardaban durante meses y escondían entre las enormes piedras cercanas, para ir a comerlas una vez al mes. Pero cuando ninguno de ellos lo veía, el saltimbanqui encontraba siempre las raíces y espolvoreaba en ellas un polvo rojizo que provenía de cierta planta seca que encontraba, que picaba como ninguna otra especia en el mundo. Los viejos al comer las raíces, se les enrojecía la cara y corrían de un lado a otro, dando brincos y tirándose al suelo a patalear y maldecir en un dialecto extraño, antiguo y obsoleto. Tiraban entonces las raíces y se quedaban sin comer por todo un mes.
Estas y otras son las travesuras del saltimbanqui que no tenía piedad con los viejos graves.
Y he aquí que cierto día llegó el Antiguo, el Supremo. Se podía percibir su llegada pues el cielo enrojecía, y las aves todas comenzaban a cantar al unísono con sus miles de voces, como anunciando la llegada de un príncipe a la corte del rey. Tras ello volaban despavoridas pues los árboles se sacudían a su paso, pues él, el Sabio, el Iluminado, era enorme y con sus grandes manos inclinaba los árboles para que no le estorbaran al pasar.
A su llegada al templo los monumentales árboles se sacudían violentamente y una lluvia blanca de esporas descendía lenta y ligera, llenando el aire, y en la bruma artificial que esto generaba, se asomaba entonces el rostro del Primero, el Original.
Por su tamaño y por la textura de su piel, cualquiera podría haberlo confundido con un árbol. Sus larguísimos dedos podían pasar por lianas o manglares, su delgada y quebrada nariz por una frágil ramita en cuya punta brotaban unas pequeñas hojas.
Los viejos, reuniéndose en torno al Sabio, al Omnisciente, se descubrían por vez única las cabezas. Estas eran calvas y grises, enjutas, con unas pobladas cejas blancas y una barba blanca larga larga. Sus ojos eran apenas unas pequeñas rendijas entre las que se asomaban unos diminutos ojos completamente negros, sobre las narices aguileñas, entre las intrincadas arrugas del rostro. Entonces el Primigenio, el Ancestro, hablaba en un antiquísimo dialecto, con una voz que recordaba a la madera al quebrarse, cuyas frases acababan con un siseo como de un árbol al ser derribado, o las hojas cuando las mueve el viento, o el silbido de la serpiente.
El saltimbanqui en ese momento se trepó a Su cabeza aquel mientras hablaba lentamente, cargando con cada palabra y extendiéndola como los millones de años que tenía de vida. Le pintaba la cara, le ponía bigotes y barbas de musgo, y en la cabeza, que recordaba a un tronco volteado de revés asomando sus raíces, atoraba flores y ramitas. Los viejos al verlo abrían los ojos tanto como podían, arremangaban sus túnicas grises asomando brazos y piernas en exceso delgados, y brincaban como animales extraños, lanzando gritos secos, como para espantar al saltimbanqui de la cabeza del Antiguo, el Insondable.
Éste, alzó la mano por sobre su cabeza, y con larguísimos dedos agarró al pequeño saltimbanqui que bailaba sobre su cráneo, y lo sostuvo frente a sus ojos rojos. El saltimbanqui diminuto parecía un ratoncito en las monumentales manos, agitando asustado sus brazos y piernas para desasirse. De la rendija que era la boca del Omnipotente, el Imperecedero, brotó su voz de madera quebrada en un ruido que pareció una carcajada. Abrió los dedos y dejó caer al diminuto ser, bajo el cual se abrió el vacío con toda su profundidad. El Prodigioso, el Mago alzó las manos al cielo y dio un solo aplauso cuyo profundo ruido retumbó por el espacio, metiéndose en los rincones más ocultos de la selva. La oscuridad dominó entonces, apagándolo todo, y luego un resplandor rojizo, de procedencia incierta inundó la escena. Frente al templo, en medio de un claro, el saltimbanqui teñido de rojo se hallaba rodeado de los monjes que en ese momento se acercaban a el en corro. Entre ellos otros monjes incorpóreos como ellos se levantaban de la tierra, y avanzaban todos cerrándose sobre el pequeño, que a su vez cogió un pesado tronco y se dedicó a golpearlos a todos en la cabeza, clavándolos en la tierra como a topos en un juego de niños. En esos momentos se reía y daba vueltas corriendo. El Impasible, el Grande, solo miraba la escena, sin intervenir. Cuando el saltimbanqui acabó de aplastarlos a todos, aquel se alzó por vez primera en toda su estatura, más alto que el templo mismo, con la cabeza rozando las nubes. Extendió el brazo y con un solo dedo, que caía como una liana en el aire apuntó hacia abajo, al lugar donde se hallaba el travieso que era frente a él como un insecto.
Y he aquí que en el lugar donde el hombrecito se hallaba estalló en una potente luz que se esparció por los 3 mundos iluminando toda la creación. El viento se enfureció y los aires de las cuatro esquinas corrieron a girar en torno al Viejo, al Profundo que, envuelto en un torbellino de vientos vertiginosos, desapareció, dejando la escena vacía, y la selva entera en una tranquilidad repentina que hundió al mundo entero en un silencio absoluto.
Aún hoy el templo permanece en pie, siempre esperando el momento de desplomarse sobre si mismo. En la entrada de éste, una pequeña estatua de piedra, de un hombrecillo pequeño, de miembros delgados y cortos se para ágil sobre la punta de un pie, como danzando, sosteniendo en la mano un enorme tronco. En el rostro esboza una sonrisa de oreja a oreja. En las noches de luna llena, al crepúsculo, cuando el sol teñido de rojo proyecta largas sombras dentro del templo, éstas se levantan de la tierra formando espectros que se mueven y danzan. Las luces del templo se encienden y los espectros se animan en vueltas pesadas y espasmódicas a la luz plateada que entra bañándolos por entre las grietas y ventanas. Al llegar el alba, cuando el horizonte se torna anaranjado y las sombras huyen despavoridas, cierto grupo de espectros, de hombres viejso y encapuchados, antes de desvanecerse miran hacia el este, esperando por siempre la llegada del Imperecedero, el Que Dicta.

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