El sol
terminó de ocultarse y la noche vino a posarse sobre los campos como una
segunda piel. Poco sabían los hombres que esto era definitivo cuando fueron a
ocultarse en sus casas.
Al
principio los más madrugadores, que se paran antes que el sol, no notaron el
fenómeno. Acabadas sus faenas matutinas vieron con agrado que aún les quedaba
madrugada para hacer otras cosas. Los menos mañaneros y los perezosos despertaban,
veían el cuarto sumido en tinieblas e instintivamente volvían a dormir. Cuando
el sueño se escapaba y se aturdían de dormir tanto notaron que algo andaba mal:
aún no salía el sol. Solo cuando ya era demasiado tarde para seguir a oscuras
la gente se percató de la situación y se reunieron todos en la polvorienta
plaza a comentar lo sucedido. Un profundo temor se asentó en los corazones de
los habitantes. Los más viejos recordaron las prácticas de sus abuelos para
invocar a los espíritus de la siembra y al sol, y al cabo regresaban a la plaza
cargados de ídolos de madera y piedra, provenientes de alguna época remota y
oscura, oscura como esa noche dilatada. Pusieron los ídolos en el centro de la
plaza rodeados de comida, teas, plumas, antiguas joyas de plata sucia que habían
sobrevivido a los saqueos. Quemaron copal y resinas. Se sacrificó incluso a una
res y varios corderos. Esperaron entonces el alba: Nada. Resolvieron continuar
viviendo la noche como el resto de los días pasados, y cada quien se ocupó en
sus tareas cotidianas. Se regaron los campos, pastaron los animales
confundidos, se transportaron materiales, se vendieron alimentos, se remendaron
ropas y zapatos; todo a la luz de velas y hogueras.
El tiempo
desapareció, ya no había mañana, no había mediodía, tarde ni crepúsculo. Cuando
cada quien hubo terminado sus quehaceres se reunía en la plaza con el resto del
pueblo, junto a una gran fogata, a buscar compañía, calor, a esperar el regreso
del sol. Uno a uno eran vencidos por el sueño y regresaban a sus hogares.
Cuando
despertaban sentían en torno la penetrante oscuridad. Se les iba un rato en
procesarlo y entonces recordaban: sí, era real, no, no fue un sueño. El futuro
era incierto. Nadie sabía que sería del pueblo, había suficiente comida para
tres días -¿qué cosa era eso? ¡tres días!.
La siembra se debilitaba, cedía al peso de la gravedad, los hombres la sentían
y adivinaban en ella un tinte amarillento. El mundo estaba frío. Los cuerpos
languidecían y la piel se hacía opaca. También el cielo había cambiado, bastaba
con mirar arriba y sentirse abrumado por la inmensidad de un cielo tapizado de
luceros, muchos más de los que jamás habían imaginado siquiera. A veces se veía
un círculo de un negro profundo entre el negro luminoso del fondo: era la luna.
La gente veía las estrellas, aprendieron a reconocerlas, descubrieron el eje
sobre el que se mueve la bóveda, conocieron la estrella polar. Aprendieron a
medir los días de acuerdo a los astros.
El tiempo
pasó, la comida se acababa, la siembra malograda daba unas verduras anímicas y
unos granos arrugados y amargos. Casi todas las reces, borregos, cerdos y
gallinas habían sido sacrificados. Los ídolos al centro de la plaza, entre
lujosas plumas y humo de copal miraban ajenos al mundo, miraban con ojos de
piedra. Un vacío llenábalo todo. Se apoderó del campo, donde hubo desaparecido
la actividad diurna y solo existía el ruido del cascabel y el paso furtivo de
las alimañas entre las matas. También dentro de los hombres creció un vacío, no
tan solo un vacío digestivo, sino un hueco vago, como el que había dejado el
sol.
Ya todos
habían aceptado la fatalidad cuando recordaron un viejo camino polvoriento y
olvidado. Era un camino externo que pasaba junto al pueblo, pero hacía años que
nadie entraba ni salía de ahí. Lo recordaron cuando vieron llegar por el un
elegante Rolls-Royce, negro como la noche. Se detuvo frente al pueblo y se apeó
un sujeto muy elegante. Lucía un costoso traje blanco, blanco. Pantalón recto
blanco, camisa blanca, chaleco blanco, saco blanco y un fino sombrero blanco.
Los zapatos negros hacían eco de él reluciendo con una luz indefinida. El dueño
del traje tenía la piel blanca como leche. Su expresión era luminosa y no
dejaba de sonreír “¿Ese qué tanto sonríe?”.
Caminó a la
plaza del pueblo, a gente se escondía temerosa. Cuando llegó a la plaza y se
detuvo, poco a poco se fueron acercando a él. Ya lo rodeaba todo el pueblo
mientras él miraba los ídolos indolentes. Sonrió de nuevo y habló.
-¡Señores!
Yo se que todos ustedes deben estar preocupados por la desaparición de nuestro
sol –señaló al horizonte, todos voltearon.- ¡Pero! –volvieron a mirarlo- no hay
razón para ello. Atravesamos ciertas dificultades técnicas, sin embargo me
complace anunciarles que el problema ha sido arreglado satisfactoriamente. Dentro
del horario establecido –miró su muñeca-, aproximadamente unas doce horas, se
reanudará el servicio y podremos regresar a nuestro ritmo cotidiano. –Sonrió de
nuevo, esperó alguna reacción de parte de sus oyentes pero todos lo miraban
atentos, sombríos. –Bueno, si no hay ninguna duda continuaré mi camino, ¡Tengo
muchos pueblos que visitar, saben!
El
Rolls-Royce desapareció dando tumbos por el viejo camino que nuevamente se sumió
en el silencio y el olvido.
Nadie
entendió una palabra de lo que el forastero dijo “¿Qué tanto decía ese?”. Pero su visita les dio cierta esperanza.
Adivinaron una promesa en el extraño discurso, pero ¿Cuándo? “¿Doce horas? ¿Y eso cuándo es?”. Sin
embargo en un rato todo el mundo estaba reunido a la orilla del pueblo, mirando
atentos a la lejanía, junto a una nueva hoguera.
El tiempo
pasó y la noche era eterna. Poco a poco los fue dominando el sueño, e iban a
sus casas a esperar el destino. Otros mantenían la esperanza, hasta que el
sueño los dominó.
Entre
sueños les pareció percibir la claridad del alba. Les llegó como un recuerdo
lejano, bien enterrado. Lo descartaron, es nunca llegaría. Sintieron como a un
fantasma la cálida caricia del día “¡El
sol!” y soñaron con el amanecer esperado, con la claridad de los montes “¡El soool!”, con sus mujeres tostadas
por el calor “¡El soooooool!”.
Fueron
despertando con los gritos y sacudidas del joven que brincaba, gritaba, corría
presa de algún trance. Lo vieron en una insólita claridad correr y brincar pueblo
adentro a la par que gritaba:
-¡El
sooool! ¡Ha vuelto el soool!
En efecto,
asomándose apenas entre las colinas, como un recién nacido, salía el sol.
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