La estación de ferrocarril es vieja y elegante. Está decorada con el más exquisito art-noveau, a la francesa. Ahí la gente se apresura a abordar los trenes que descansan como orugas de hierro, trenes que en un trabajoso traquetear emprenden una marcha fatigada, soltando un silbido, una exhalación y corren sudando un espeso humo negro.
Cierto día en los andenes, entre la gente que corría, tropezaba, se despedía, en algún lado había un hombre tranquilo, impasible como una peña entre el inquieto oleaje del mar; un hombre en quien nadie había reparado, y ese era precisamente su deseo. Confiaba en que la gente estuviera muy ocupada en sus menesteres, y así era, de modo que ni una mirada fue a posarse en él. Estaba tranquilo.
Pero a veces la tranquilidad de una noche clara y serena puede ser violentada por un fugaz, inesperado destello de luz. Y el dicho señor -tipo esbelto, alto, elegante- se estremeció de pies a cabeza al sentir herida su invisibilidad por una mirada que se hundía en su persona como una flecha. Disimuló al voltear y vio a la responsabe: una mujer alta, también elegante, de buen porte, blanca y de ademanes firmes y sin embargo gráciles, que le miraba con ojos azules capaces de herir de muerte a cualquiera. Vio en su rostro asomarse una tímida sonrisa.
Un vértigo se apoderó de él. Sintió el suelo tambalearse bajo sus pies y el gentío que lo rodeaba estaba ya muy lejos; el espacio en que estaba parecía haberse dilatado y veía tan solo a esa mujer frente a él. Sintió miedo, ¿de qué? Tan solo una mujer lo miraba en la estación, cosa de todos los días. Se reprochó su duda ante una situación tan familar, una situación que tan bien sabía él manejar.
Como para probarse a sí mismo dirigió hacia ella sus pasos. Además, pensó, sería más fácil pasar desapercibido en compañía de una dama. El corazón le latía con fuerza, el pulso se le aceleraba, y él se decía a sí mismo que ello era tan solo una flaqueza del espíritu.
-¿Me permite ayudarle con su maleta?
La mujer, de buenos modales y bien educada, pronunció las debidas disculpas: "No quiero molestarlo", "Es un camino muy corto", "Gracias, muchas gracias".
En un rato caminaban ya con paso tranquilo entre os atareados citadinos, comentando el destino de ella, el de él, sobre el clima, el decorado de la estación. Ella reía, él se veía relajado. Sin embargo dentro de él un sentimiento indefinible se hallaba latente.
Despues hablaron de juegos de mesa. Ella era, al igual que él, aficionada al ajedrez, y solía participar en os torneos.
-Ya tendremos ocasión de jugar una partida -dijo ella.
Era también mujer muy ilustrada, gustaba de la filosofía y las artes, gustaba sobre todo leer a Montaigne. A cada palabra que ella le revelaba, él en su interior se llenaba de una sensación desconocida, que ahora le trepaba hasta la piel como sutil enredadera. Este sentimiento inefable se tornó en una especie de vacío.
Llegó el tren de ella. Ya iba a partir esa exquisita mujer y él quería apurar ese momento, solo queria verse libre de todo aquel embrollo emocional. Cargó su maleta y la acompañó al tren. Al subir con ella vio a un grupo de uniformados esperándola. No eran empleados de la estación. Quiso huir, sin embargo afuera lo esperaban más policías. El rostro de la mujer esbozó una inteligente sonrisa.
-Maxwell Rascal -le dijo- Se terminó el juego. Quedas arrestado por fraude. -Un policía lo esposaba.
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