lunes, 13 de junio de 2011

Turco, desierto, torre.

Una vez más, un viejo turco se desliza sigilosamente entre las espinosas matas de la estepa. Con ese pesado turbante enjoyado que lo hace ver más cabezón, y con esos ligeros zapatos puntiagudos que lo hacen parecer descalzo, y con esa larga túnica que ondea como seda y se escurre entre las ramas como negruzca neblina, y que lo hace ver como un fantasma, un fantasma muy galante. Y con ese paso ligero y despreocupado, que da la impresión de no ser una persona cualquiera, pues no cualquiera se desocupa tan fácilmente de los enredos y las complicaciones de la vida, sobre todo de una vida en el desierto, donde las serpientes y las plantas pican, y donde el sol no deja pensar, con sus mil agujas que se meten por el cuello y la cabeza y que hacen entrecerrar los ojos por la fuerza, y que arrugan el entrecejo y la frente y que dan a uno una mueca como de enojo, una mueca que por pura sugestión causa el hastío.
Pero ahí va ese hombre que no parece hombre, entre esas casas que no parecen casas. Pasea sus largos, delgados y grises dedos por la larga y puntiaguda barba, peina con largas uñas los espacios donde bien pudiera haber polvo, e insectos. Mira con ojos grises y profundos los caracoles donde se esconde la gente del viejo sol. Pasea entre los mercados sonde hombres exhaustos y empapados del ir y venir, del ir y venir, gritan suplicantes y ofrecen toda clase de artilugios y de útiles, y plantas y venenos y gallinas y armas y serpientes y colas de caballos y ropajes y pergaminos. Donde las mujeres envueltas en telares negros y misteriosos espían con ojos de azafrán, deslumbrantes, el mundo que les rodea buscando una fruta, o tal vez un amante. Camina entre las sombras de los puestos, mientras el ajetreo del mercado como la prisa de las hormigas frenéticas contrasta con el mundo dorado de las arenas, allá afuera, deformado en un serpenteo ascendiente por el sol, como un horno infinito, donde algún hombre demasiado valiente se arrastra arrugado y enjunto suplicando por una gota de agua. Como los grandes cantos de frescor junto a los que pasan los pliegues etéreos de este viejo turco.
En algún lugar del devorador desierto, solitaria y tal vez invisible, se eleva la antigua torre de piedra, más antigua que el tiempo, tan alta como un pilar que sostiene el firmamento, insondable desde sus afueras, inmóvil, desde que hubo algún primer movimiento. Y a sus pies las arenas se extienden, el desierto como un mar seco, con dunas como olas inmóviles -inmóviles como ese monumento inconcebible, ahí, en el centro-, hasta un infinito repleto de ciudades y de pueblos, de gentes que caminan y corren y hablan y compran y venden y duermen y trabajan y se ocupan de las cosas que llenan su tiempo. Todos esos frenéticos y diminutos hombrecillos, están, sin embargo, allá, en la orilla, en el borde del infinito mientras aquí en el centro, en el origen, más allá del tiempo de los hombres, está la vieja torre, el centro del mundo, el que muchos han buscado.
El turco camina entre las gentes, entre esas rápidas personitas, que van de lado a lado y corren y gritan y se preocupan, mientras él, sereno, casi invisible -cómo ver a alguien que no se ocupa, como ellos, en llenar el tiempo para que no lo devore?-, sondeando el espacio, el borde, los lugares donde hay lugar, los tiempos de los hombres del tiempo. Los mira impasible, los ve arremeterse hacia la nada, rodar y rodar inquietos hacia la incertidumbre, siempre esperando algo, algo seguro, para seguir cayendo, tranquilos, ilusionados, o para seguirse ocupando siempre. El camina solitario, lento, apacible, él no requiere del tiempo, el puede llegar, cuando quiera, al viejo tótem, basta con dar unos pasos, y el desierto, y las tormentas de arena que devastan el espacio entre él -el tótem- y los hombres, se abre para que pase el viejo turco, el hombre que camina seguro.
..........ya me harté ya me voy............

miércoles, 1 de junio de 2011

Los inexistentes parte 0

Nadie, mas que ese misterioso viajero perdido en el no-tiempo vio jamás a esa extraña raza: los inexistentes. Solo él, tras perderse durante largos años, años que no transcurren, en el viejo desierto sin nombre, donde las cosas no son ciertas, y las ideas se pierden como gritos en el vacío, en el vacío de esa nada eterna que se extiende como un manto dorado hacia el horizonte. Solo después del tiempo que nunca pasó, el instante que duró años de largas travesías entre las sombras de ciudades olvidadas y sombras que aparecían de pronto y huían despavoridas de la mirada de los hombres, o del hombre, del viajero. Solo después de ese tiempo congelado que nunca nadie sabe si es tiempo, donde se camina siempre y se camina, en el laberinto más grande, el laberinto sin paredes, donde el sol nunca se pone, donde uno no piensa en la hora, sino en seguir caminando, y seguir caminando, hasta hallar algo. Solo después de un instante que nunca ocurrió, de un sueño que podría haber sido real, solo en esa abrumadora eternidad del caminar perenne entre dunas y sombras y ciudades, y otras ideas de otros viajeros que alguna vez caminaron por ahí –o sería él, el mismo viajero, y sus pensamientos que después de lagos rodeos llegan a reunirse otra vez con él, como si fueran de otro?-. Solo, sí, solo después de todo eso, o antes, o nunca, o quizá siempre, siempre como esas llanuras que infinitamente se extienden hacia un siempre inconcebible más allá del horizonte. En el infinito cualquier punto es el centro.
Había llegado, entonces, al centro? O solo había vagado largo rato por ese centro antes de descubrir que era una ciudad? Pero no era como las otras. Esta no era de carbón, ni de sal, ni de cuarzo, ni de piedra volcánica. No era una imagen, como muchas otras, no era una broma del éter que se arremolina temeroso buscando contraerse en medio de toda esa nada que pretende siempre devorarlo, como a esas ideas vagabundas. O como a ese forastero. No. Esta ciudad era real. Y su gente no eran sombras. No eran voces. No eran murmullos o miradas perdidas que siempre miran pero no miran nada.
Eran gentes misteriosas, sí. Los inexistentes. Parecía un sueño, pero, qué vale decir que parecía un sueño? Quién puede decirlo?
Su ciudad parecía moverse, pero no en el desierto, no, siempre estaba fija, o eso parecía, el desierto siempre era lo mismo, en todas direcciones. La ciudad se movía en el tiempo. No de atrás para adelante, ni de adelante hacia atrás. Tampoco a los lados. Hay quien piensa que el tiempo es una línea. Pero este tiempo no era una línea. Era un espacio. Línea, plano, espacio. Era un tiempo de 3 dimensiones. Eso! Y el espacio, el insondable espacio que devoraba a la ciudad creciendo más y más hacia las puntas, era una línea. Eso era!
Sí, y la gente caminaba, de un lado a otro, desplazándose en el tiempo, libremente, viendo hacia delante, hacia futuros –o pasados?- que los rodeaban, cambiando de tiempo a medida que caminaban, deslizándose de un tiempo a otro para visitar a otros… otros como ellos, esos inexistentes. Esos hombres albinos, atemporales.
Y caminaban, y daban vueltas, y se movían con gracia entre los tiempos de sus vecinos, bajo las torres que cambiaban, a cada paso. Entre las gentes que también cambiaban, de formas, de ropas, de rostros.
Nuestro viajero no pretendía llegar ahí, jamás pensó que existiera tal gente: los inexistentes. El buscaba la biblioteca. La mítica biblioteca infinita, que tenía todo el conocimiento, que miles habían buscado antes que él –y seguirían buscando, mucho después de que él se desplazara, se difuminara vagando por horizontes de tiempos inalcanzables- y que solo algunos habían hallado, donde habían perdido la razón, abrumados por el conocimiento infinito, rodeados de páginas páginas páginas libros libros letras letras infinitas. Pero el llegó con los inexistentes, y con ellos se quedó. Se fue después, sí, pero se quedó. Caminando entre tiempos, recorriendo los rincones de los tiempos, mientras en otro tiempo, el ya estaba fuera, buscando el resto del infinito.
No halló la biblioteca, pero aprendió la lengua de los inexistentes, la lengua impronunciable. Una lengua como un canto, como un silencio. Como un secreto incognoscible, como un suspenso, como una fórmula intrincada, laberíntica, exacta, ambigua, poética, matemática. La habló, y la calló. Esa lengua atemporal, que no se decía, que se pensaba. N se pensaba como se piensan estas palabras. No. Se pensaba como se piensa… bueno, es imposible decir cómo.
El mismo se vio como una sombra. Una de esas sombras que vagan con su mirada –pues no tienen otra cosa, ni siquiera cuerpo- por el repetido desierto de allá afuera, esa nada que se extiende más allá de cada quien.
Conoció la ciudad, la vio a través de los tiempos, hacia delante, hacia atrás, hacia los lados. Un presente y miles presentes, pues esa ciudad no tiene pasado, ni futuro. Todos los presentes ahí están, ahora. Jamás fueron ni serán.