jueves, 28 de febrero de 2013

El Sol


El sol terminó de ocultarse y la noche vino a posarse sobre los campos como una segunda piel. Poco sabían los hombres que esto era definitivo cuando fueron a ocultarse en sus casas.
Al principio los más madrugadores, que se paran antes que el sol, no notaron el fenómeno. Acabadas sus faenas matutinas vieron con agrado que aún les quedaba madrugada para hacer otras cosas. Los menos mañaneros y los perezosos despertaban, veían el cuarto sumido en tinieblas e instintivamente volvían a dormir. Cuando el sueño se escapaba y se aturdían de dormir tanto notaron que algo andaba mal: aún no salía el sol. Solo cuando ya era demasiado tarde para seguir a oscuras la gente se percató de la situación y se reunieron todos en la polvorienta plaza a comentar lo sucedido. Un profundo temor se asentó en los corazones de los habitantes. Los más viejos recordaron las prácticas de sus abuelos para invocar a los espíritus de la siembra y al sol, y al cabo regresaban a la plaza cargados de ídolos de madera y piedra, provenientes de alguna época remota y oscura, oscura como esa noche dilatada. Pusieron los ídolos en el centro de la plaza rodeados de comida, teas, plumas, antiguas joyas de plata sucia que habían sobrevivido a los saqueos. Quemaron copal y resinas. Se sacrificó incluso a una res y varios corderos. Esperaron entonces el alba: Nada. Resolvieron continuar viviendo la noche como el resto de los días pasados, y cada quien se ocupó en sus tareas cotidianas. Se regaron los campos, pastaron los animales confundidos, se transportaron materiales, se vendieron alimentos, se remendaron ropas y zapatos; todo a la luz de velas y hogueras.
El tiempo desapareció, ya no había mañana, no había mediodía, tarde ni crepúsculo. Cuando cada quien hubo terminado sus quehaceres se reunía en la plaza con el resto del pueblo, junto a una gran fogata, a buscar compañía, calor, a esperar el regreso del sol. Uno a uno eran vencidos por el sueño y regresaban a sus hogares.
Cuando despertaban sentían en torno la penetrante oscuridad. Se les iba un rato en procesarlo y entonces recordaban: sí, era real, no, no fue un sueño. El futuro era incierto. Nadie sabía que sería del pueblo, había suficiente comida para tres días -¿qué cosa era eso? ¡tres días!. La siembra se debilitaba, cedía al peso de la gravedad, los hombres la sentían y adivinaban en ella un tinte amarillento. El mundo estaba frío. Los cuerpos languidecían y la piel se hacía opaca. También el cielo había cambiado, bastaba con mirar arriba y sentirse abrumado por la inmensidad de un cielo tapizado de luceros, muchos más de los que jamás habían imaginado siquiera. A veces se veía un círculo de un negro profundo entre el negro luminoso del fondo: era la luna. La gente veía las estrellas, aprendieron a reconocerlas, descubrieron el eje sobre el que se mueve la bóveda, conocieron la estrella polar. Aprendieron a medir los días de acuerdo a los astros.
El tiempo pasó, la comida se acababa, la siembra malograda daba unas verduras anímicas y unos granos arrugados y amargos. Casi todas las reces, borregos, cerdos y gallinas habían sido sacrificados. Los ídolos al centro de la plaza, entre lujosas plumas y humo de copal miraban ajenos al mundo, miraban con ojos de piedra. Un vacío llenábalo todo. Se apoderó del campo, donde hubo desaparecido la actividad diurna y solo existía el ruido del cascabel y el paso furtivo de las alimañas entre las matas. También dentro de los hombres creció un vacío, no tan solo un vacío digestivo, sino un hueco vago, como el que había dejado el sol.
Ya todos habían aceptado la fatalidad cuando recordaron un viejo camino polvoriento y olvidado. Era un camino externo que pasaba junto al pueblo, pero hacía años que nadie entraba ni salía de ahí. Lo recordaron cuando vieron llegar por el un elegante Rolls-Royce, negro como la noche. Se detuvo frente al pueblo y se apeó un sujeto muy elegante. Lucía un costoso traje blanco, blanco. Pantalón recto blanco, camisa blanca, chaleco blanco, saco blanco y un fino sombrero blanco. Los zapatos negros hacían eco de él reluciendo con una luz indefinida. El dueño del traje tenía la piel blanca como leche. Su expresión era luminosa y no dejaba de sonreír “¿Ese qué tanto sonríe?”.
Caminó a la plaza del pueblo, a gente se escondía temerosa. Cuando llegó a la plaza y se detuvo, poco a poco se fueron acercando a él. Ya lo rodeaba todo el pueblo mientras él miraba los ídolos indolentes. Sonrió de nuevo y habló.
-¡Señores! Yo se que todos ustedes deben estar preocupados por la desaparición de nuestro sol –señaló al horizonte, todos voltearon.- ¡Pero! –volvieron a mirarlo- no hay razón para ello. Atravesamos ciertas dificultades técnicas, sin embargo me complace anunciarles que el problema ha sido arreglado satisfactoriamente. Dentro del horario establecido –miró su muñeca-, aproximadamente unas doce horas, se reanudará el servicio y podremos regresar a nuestro ritmo cotidiano. –Sonrió de nuevo, esperó alguna reacción de parte de sus oyentes pero todos lo miraban atentos, sombríos. –Bueno, si no hay ninguna duda continuaré mi camino, ¡Tengo muchos pueblos que visitar, saben!
El Rolls-Royce desapareció dando tumbos por el viejo camino que nuevamente se sumió en el silencio y el olvido.
Nadie entendió una palabra de lo que el forastero dijo “¿Qué tanto decía ese?”. Pero su visita les dio cierta esperanza. Adivinaron una promesa en el extraño discurso, pero ¿Cuándo? “¿Doce horas? ¿Y eso cuándo es?”. Sin embargo en un rato todo el mundo estaba reunido a la orilla del pueblo, mirando atentos a la lejanía, junto a una nueva hoguera.
El tiempo pasó y la noche era eterna. Poco a poco los fue dominando el sueño, e iban a sus casas a esperar el destino. Otros mantenían la esperanza, hasta que el sueño los dominó.
Entre sueños les pareció percibir la claridad del alba. Les llegó como un recuerdo lejano, bien enterrado. Lo descartaron, es nunca llegaría. Sintieron como a un fantasma la cálida caricia del día “¡El sol!” y soñaron con el amanecer esperado, con la claridad de los montes “¡El soool!”, con sus mujeres tostadas por el calor “¡El soooooool!”.
Fueron despertando con los gritos y sacudidas del joven que brincaba, gritaba, corría presa de algún trance. Lo vieron en una insólita claridad correr y brincar pueblo adentro a la par que gritaba:
-¡El sooool! ¡Ha vuelto el soool!
En efecto, asomándose apenas entre las colinas, como un recién nacido, salía el sol.

El Sátiro


Un sátiro lo visitaba cada noche. A oscuras, acostado sobre su petate, cubierto en la gruesa cobija de lana, entre las paredes de adobe lo veía. Bajo la tenue luz de la luna que se filtraba por la puerta, divisaba apenas una silueta que parecía materializarse entre las sombras envolventes. Entonces se movía. Las primeras veces el se había asustado. Ahora no, ahora lo conocía. El sátiro andaba, iba y venia como ocupándose de ciertos menesteres: iba a la esquina y ponía al fuego pesados calderos, cruzaba la habitación y movía enormes figuras de piedra que evocaban bestias antediluvianas, luego se paraba al centro de la habitación, justo frente a el, y ejecutaba una extraña danza. Parecía convulsionarse, perder el control, girar vertiginosamente. Antes se asustaba, en vano quería levantarse y ayudarle. Ya no, ahora sabía que esto ocurría todas las noches, repitiendo siempre la misma escena. En la mañana las visiones se disipaban con el alba y cuando el sol penetraba por el marco de la puerta, apenas cubierto por una tela, se hallaba otra vez el solo, en el espacioso cuarto -en esos momentos le parecía grande, enorme-. Solo una caja de cartón descansaba junto a el.
Ahora el sátiro había dejado de visitarlo. El día que cumplió doce anos lo sorprendió la mañana en su espera del viejo sátiro al que, sin saberlo, le había tomado afecto. ¿Hacia cuantos anos que lo visitaba? 4? 6? Esa noche no vino. Ni la noche siguiente, ni la que siguió. Hacia ya un mes de esto y el extrañaba al grotesco sátiro, su extraño ir y venir, el misterioso ritual que ejecutaba noche tras noche, siempre igual, tan familiar para el. Era, pensaba el, su único amigo. Fuera, en la ígnea llanura, no tenia amigos. Ni los hombres que miraban al horizonte en silencio, siempre al horizonte, ni sus hijos que se ocupaban siempre en molestarlo; lo molestaban porque el también callaba. Callaba pero no miraba el horizonte. Una vez miro el horizonte, buscando lo que los hombres veían, y no vio más que la extensa llanura que huya de la vista para irse a perder allá, junto al cielo.
Pensó que tal vez los hombres veían algo que el no veía, algo mas Allah del horizonte, el cual descorrían con los ojos como a una cortina. El no lo veía; volvió a ver la tierra bajo sus pies. Ahí se veía mas clara. Miraba también sus pies morenos. Sus guaraches gastados. Miraba sus manos oscuras y recordaba al fauno. Este tenía pies como los de las cabras, y unas manos extrañas: dedos largos y unas como garras. Extrañaba al sátiro, el mismo día que cumplió doce lo pusieron a arar la tierra, ya era un hombre. Quería compartir esto con el sátiro. De alguna manera, mientras la criatura ejecutaba su danza ritual, el en secreto le hablaba. Lo pensaba dentro de su cabeza y entonces las ideas fluían dentro de el, como un arroyo que brotaba de su mente, diáfano y continuo. Y el se quedaba tranquilo y dormía. En la mañana cuando despertaba el sátiro se había ido.
Ahora se dedicaba a arar la tierra. Tenia un mes arando el campo, un mes sin ver al fauno. Se levanto esa noche del petate, pensando en su amigo. Se puso su jorongo y salio al campo. La noche era calida, el canto de las cigarras llenaba la inmensa llanura, arrullando la tierra dormida. Y el mundo entero estaba bañado en una atmósfera plateada. En lo alto la luna llena iluminábalo todo.
Araba ya la tierra, pensando que ahora su amigo seria el arado, pensando en el sátiro que lo había abandonado. Y entre sueños y recuerdos, fatigado por el trabajo vio ante el, algo apartado, al fauno. Y este bailaba como siempre lo hacia. Soltó el arado y corrió hacia la criatura. En lugar de acercarse, sin embargo, se alejaba. A cada paso que daba lo veía mas distante, el camino entre ellos se extendía. Corrió y corrió, el sátiro se perdió en la distancia, se hizo un punto distante y desapareció.
 El se sacudió, se froto los ojos; ya no veía nada. Regreso junto al arado. Volteo a ver el lugar donde había visto al fauno, estaba vacío. Entonces miró al horizonte.

Lurker

Cyber-articulo de costumbres.

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Jorge Medellín Mi poema favorito son tus besos beibi
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viernes, 15 de febrero de 2013

Improvisación

Dejo mi pequeño absurdo tiempo y espacio, y me escapo hacia otra realidad. Atravieso el espacio, un espacio blanco surrealista donde los sueños y las imágenes y los fantasmas se congregan por grupos a charlar y tomar un poco de vapor etéreo de aquel que puebla el universo y que asciende en humores hacia una luz impersonal detrás de la cual tal vez se halle el Inmutable sentado en su trono tomando desiciones y tomando un brebaje divino y extravagante. Tal vez este sujeto, barbón e imponente, esté envuelto en telas místicas únicas en su especie, y tal vez cientos de miserables almas se postren ante Él para pedirle misericordia, u otras mil cosas que mandan los mortales como encargo de la pequeña tierra que flota perdida en el espacio, que espera en la cola desde hace millones de años a la voluntad divina. Mientras, sin embargo, seres luminosos, gaseosos, pétreos, metálicos, etéreos, nebulosos, tinieblosos, sabios trashumantes, hombres solares de fuego, todos ellos en los más altos cafés hablan de los últimos asuntos en materia de la administración universal.
Y he aqui que en cierto orbe mental, donde sabios antiquísimos se adivinan paseando sus largas barbas de conocimiento, arrastrándolas entre los letrados pasillos de una simbólica biblioteca laberinto, en este lugar estático se siente como dolor de cabeza una disputa. Tal vez un ser de otro planeta raro, un alto guerrero de piel dorada que se deduce por el brillo cobrizo que tapiza los pensamientos, discute con un maestro de los asuntos de sabiduría, escritura y pensamiento abstracto, incapaz de comprender palabra alguna, o concepto alguno de lo que éste dice. Es claro que el desértico planeta donde los guerreros cósmicos adquieren su fuerza y la sabiduría pertinente está muy lejos, y este muchacho sencillamente se ha perdido. El rey de este plano de abstracciones, sin embargo, se empecina en entretejer dentro del inconsciente adormilado una larga tradicion de símbolos e ideas vertientes de esos planetas inamovibles, eternos, que se reservan para los rendidos al Maestro de los maestros. Varios sabios abstrusos contribuyen a la tarea sin éxito: la diferencia de ideas rompe el hilo y con un terrible dolor de cabeza este aturdido huesped irrumpe en un grito de guerra y blande su arma, moviendo ampliamente los hombros y solo se salvan del fuego estos viejos sabios de carácter pétreo porque no tienen cuerpo, ni él, el guerrero, en este ámbito.
Entonces el invoca a su caballo cósmico, cuyas crines blancas ondean como banderas y confunden los pensamientos de todos que antes fueran filosóficos y completamente desligados de los conceptos materiales, y entonces emprende la marcha atravesando los infinitos caminos que extiende el universo hacia sistemas planetarios raros y desconocidos. El daño, sin embargo, está hecho. Los sabios con las greñas desmarañadas como con electricidad se arrastran por el suelo procurando levantar los pedazos de sus múltiples sistemas filosóficos construidos frágilmente sorbe el aire desde la noche de los tiempos. Todo esto, sin embargo, es sólo simbólico, y tal vez no ocurriría así si despertaran de su letargo y se pudieran ver en posesión de unos cuantos garabatos mentales. Sin embargo ocurre y pronto levantan remiendos entremezclados y pegados azarosamente, verdaderos extraños amorfos raquíticos, bizarros, algunos incluso obscenos. Pero los equilibran con cuidado y depositan en el espacio destinado a los sistemas filosóficos.
Y ahora hombres de ciencia van y vienen en una crisis del pensamiento, con verdaderas quimeras experimentales desarrollándose en sus mentes y creando toda clase de aparatos absurdos y teorías oscuras y disparatadas. Y la gente absorta en las palabras de los que para ellos son los sapientes salvadores de la humanidad. Y el mundo se sacude y se retuerce, y la gente vive en crisis, en caos, encontrándose fugazmente para intercambiar solo unos absurdos y seguir apurados con más absurdos de primer orden. En fin, qué se puede decir de lo que pasa en los planetas superiores.