El pasillo de la casa Wellington es largo, de paredes blancas y bien iluminado. Una ceremoniosa alfombra roja lo atraviesa conectando la puerta que comunica a la calle con la del otro extremo donde aguarda la entrada a la sala principal. Aparte de los pasos de los sirvientes que resuenan haciendo ecos por la enorme estancia, y las esporádicas pláticas entre el Sr. y la Sra Wellington o con el mayordomo, la sala se halla en un estado de perpetuo silencio. Igual sucede con el pasillo y la calle afuera, en esa tranquila colonia de la clase alta.
El día del fin de mundo, sin embargo, era muy diferente. Ese día parecía haberse librado todo el ruido y el movimiento que había sido reprimido durante siglos. Al centro de la sala principal se hallaba en ese momento el Sr. Wellington mirando incrédulo la escena. Ese día era el fin del mundo. No era uno de esos apocalipsis que se anuncian cada veinte años como amenaza. Ese día, al despertar, muy temprano, todo el mundo se hallaba ante la noción de un inminente fin del mundo, que nadie podría eludir y que ocurriría ese mismo día a media noche. Desde entonces el mundo pareció activarse, y hasta los más perezosos y en apariencia faltos de aspiraciones se dedicaron a hacer todo lo que habían decidido que debían hacer antes de morir, y habían estado atrasando durante años. La propia Sra. Wellington puso a correr todos sus proyectos de mejoramiento de la casa para hacer una lujosa fiesta de fin del mundo. El hijo mayor dio rienda suelta a su aspiración reprimida se convertirse en un artista, o en un filósofo, cosa que había tenido que sacrificar ante el deseo de sus padres de hacerlo corredor de bolsa. La hija tomó una actitud similar y ahora se dedicaba a aprender a bailar todos los bailes de moda. Y para acabar, el mayordomo había deseado desde hacía años renunciar a un empleo que odiaba. Y precisamente eligió el fin del mundo para hacerlo y dar aún más trabajo al propio Wellington y su familia.
El Sr. Wellington fue el menos afectado por este apocalipsis. Era de hecho su sangre fría ante todos los asuntos de la vida y de la muerte lo que le había dado el poder de decidir con el que se había amasado su fortuna. Y ese día no era la excepción. Tras los extraños sucesos de esa mañana el Sr. Wellington sencillamente se encogió de hombros, cogió su periódico, y salió a tomar el té. Ni siquiera se inmutó cuando se dio cuenta que el mayordomo se había ido y debía él mismo preparar su bebida. Su esposa sin embargo se puso a trabajar en seguida, y en tan solo unas horas había llenado el lugar de carpinteros, herreros, orfebres, modistas, joyeros, diseñadores de interiores, y cuanta muchedumbre pudo para hacer un verdadero gentío que corría, gritaba, andaba de un lado a otro acarreando cosas y martillando otras, como si ese día, dentro de la mansión se estuviera construyendo la propia torre de Babel. Y así se encontraba el lugar a medio día cuando el Sr. Wellington se encontraba parado al pie de la enorme fuente mirando absorto todo el espectáculo.
El Sr. Wellington había nacido en el seno de una acomodada familia inglesa, y era, por tanto, un típico englishman en medio de estepaís latino. Ostentaba un espeso bigote blanco y unas patillas espesas y anticuadas copiadas de su abuelo, que lo vigilaba todos los días con un monóculo y sombrero de copa en un viejo retrato colgado en la oficina. Era un tipo gordo y, generalmente, impasible. Impasible al punto de contrastar con el bullicio que lo rodeaba en ese momento y lo hacía parecer una escultura de cera al pie de la gigantesca fuente rococó a sus espaldas.
Ahora el Sr. Wellington tenía que escapar de todo ese gentío que ya lo empezaba a abrumar. Su oficina, el único lugar tranquilo que pudiera haber hallado en toda la casa le había dado una sorpresa cuando, al entrar, lo recibió lleno de publicistas, contadores, actuarios, corredores de bolsa, científicos, doctores, inventores, etc. Se habían presentado con todos los motivos. Publicidad de emergencia para shampoo con motivo del apocalipsis, grandes pérdidas, otras tantas ganancias, propuestas de arriesgadas inversiones en la bolsa, renuncias, nuevos inventos, préstamos para hacer viajes a la india a meditar, y cuanta cosa se le pudiera haber ocurrido a cualquiera que tuviera contacto con un señor adinerado como el Sr. Wellington.
Ahora, después de escapar de ese pequeño infierno que antes fuera su espacio privado, cruzaba a grandes zancadas la sala. Llegó, pues, a la puerta que conectaba al pasillo para poder salir a la calle.
El portazo resonó en el silencioso y amplio pasillo que se presentaba al Sr. Wellington como un agujero en la realidad. Toda la tensión que el ruido, las voces y los trabajos de la gente habían acumulado en la cabeza del Sr. Wellington se dispersaron como fantasmas amontonados que de pronto fueran iluminados por un enorme reflector. El Sr. respiró hondo. Cruzó el pasillo para salir a la calle a tomar aire, seguro ya de haber escapado al caos que había dejado atrás.
Al salir a la calle, sin embargo, se dio cuenta de su error. Al trasponer la puerta se encontró afuera con el mismo ambiente que había adentro. El enorme patio se encontraba lleno de jardineros que cortaban frenéticos los arbustos para darles formas de gansos, elefantes, jirafas. Otros cargaban enormes costales de abono para irlos a poner junto a otros jardineros que plantaban toda clase de flores exóticas. Algunos mozos lavaban los vidrios o pulían las rejas que comunicaban a la calle, e incluso había albañiles levantando el suelo para poner adoquines de mármol. En la calle la situación no mejoraba, al parecer todo el mundo había decidido hacer todo lo que no habían querido hacer durante su vida entera. Sorprendido por la escena dio media vuelta y volvió a entrar por donde había salido, de lo cual nadie en el ajetreo aquel se percató.
Otra vez estaba el Sr. Wellington en el pasillo, sin poder creer todo aquello. En ese pasillo estaba el silencio que él buscaba, y en él se sentía tranquilo. Sin embargo un largo pasillo como aquel lo echa a uno a andar, presto a dirigirse al otro extremo. Y eso mismo sucedió con el Sr. Wellington, que, cuando se dio cuenta, ya avanzaba a grandes zancadas como solía, y se hallaba a medio pasillo. Aminoró el paso y se detuvo antes de echar vuelta al picaporte y desatar el ruido que lo esperaba del otro lado.
Dio un par de vueltas, pensativo, por la estancia. Podía caminar tranquilo pues todos los trabajadores se quitaban de su camino al verlo venir. Sin embargo no podía concentrarse mucho y la idea de buscar un lugar tranquilo lo empezaba a atormentar. Disimuló buscar a su esposa, preguntando por ella un par de veces sin que supieran darle razón, y entonces fingió suponer que estaba afuera, en el jardín dando órdenes, órdenes, órdenes.
Otra vez atravesaba el pasillo silencioso, caminando esta vez lento y con cautela, como procurando que sus pasos no se oyeran. Abrió de nuevo la puerta principal y se hallaba en la luz de mediodía viendo a la gente correr y trabajar y llevar a cabo cuanto se les había asignado. Esta vez ya conocía la situación, así que sencillamente echó a andar hacia la calle, pensando buscar un parque o cualquier lugar que le pudiera dar un momento de paz. Al bajar la calle vio una iglesia, que podría haber sido un buen refugio si no fuera porque en ese momento se llevaba a cabo una -apresurada- boda. Más adelante vio el café donde solía leer el periódico después de comer, sin embargo estaba lleno de intelectuales que habían decidido acabar el mundo haciendo lo que mejor sabían: discutir acaloradamente, en este caso sobre el sentido de la vida. El parque estaba lleno de románticos que se recitaban poemas y gritaban a los cuatro vientos el amor eterno y demás cosas de telenovela, la peluquería, un lugar siempre silencioso, estaba atiborrado de tipos raros vestidos de naranja esperando a raparse y cantando en voz alta sonidos guturales desde lo profundo de su garganta. Y en todas las calles el frenesí era el mismo que había en todos los rincones del universo en ese momento. Todo un gentío apresurado, apretando el paso, llegando siempre tarde pues había mucho que hacer y muy poco tiempo, otros reían o lloraban a viva voz y otros iban por ahí abrazando a todos los transeúntes que se separaban violentamente para seguir con su importante camino, incluso había un tipo enjuto, calvo y barbón, de apariencia miserable sosteniendo en alto una biblia y gritando algo del arrepentirse y demás. Así es, todo el universo se había inundado de ese ruido y ese absurdo ir y venir y preocuparse y apurarse, ni en su propia casa tenía él resguardo, en el más mínimo rincón. Y sin embargo si había un pequeño rincón donde podía hallar una momentánea paz. Dirigió, pues, sus pasos de vuelta a su casa, compró, como para dar razón de ello, el periódico -"FIN DEL MUNDO" decía- aunque ya lo tenía en su oficina, y se apresuró como todos, rumbo a su casa, a la que entró sin prestar atención a los llamados de un jardinero que tenía un asunto de vida o muerte que resolver en cierto sector del jardín.
Definitivamente le empezaba a gustar ese pasillo. Sería el lugar perfecto si no fuera porque en un pasillo se camina, se llega al final, y empieza de nuevo la pesadilla. Y el Sr. Wellington lo que quería era caminar sin tener que llegar a ningún lado, o sentarse a tomar un café. Entró nuevamente en la casa y se dedicó a atender a la gente, buscando siempre una razón para tener que salir a la calle de nuevo, donde ya lo sabía: tendría que encontrar motivo para entrar otra vez.
Anduvo, pues, caminando de un lado a otro, atendiendo asuntos, hablando con la gente. Se fundía por momentos con el pequeño mundo frenético en que se sumergía la demás gente. Y cuando veía la oportunidad, bajo algún pretexto o llevando a cabo algún menester, cruzaba a paso lento, procurando estirar el tiempo, por el pasillo solitario que lo conduciría al exterior o al interior, dependiendo de dónde estuviera. Así pasó la tarde, y ya estaban prontos los preparativos para la fiesta de su mujer. Las invitaciones de la fiesta apocalíptica habían sido enviadas y ahora todos se hallaban más nerviosos y apurados que nunca, a pocas horas del fin del mundo, y especialmente su mujer, presta a dar la mayor fiesta de la historia. Mientras tanto el Sr. Wellington bailó con su hija el Fox-trot, discutió teología con su hijo, y financió proyectos para empresas emergentes que sabe Dios cómo iban a levantarse en menos de 6 horas.
Sin embargo, cuando el Sr. Wellington parecía estar en control de su tiempo y su silencio, pasó algo que él mismo no esperaba. Al salir por el pasillo quedó perplejo al ver un par de meseros correr por el pasillo como si el mundo se fuera a acabar para desaparecer azotando al puerta detrás de él en casi un instante. Decidió no prestar importancia a eso, pero ahora, cada vez que escapaba al pasillo para despejar su cabeza, había siempre alguien ahí, y cada vez había más. Y he aquí que el ruido del interior se fue a mezclar con aquel de la calle, amontonándose en el pasillo, dejando al Sr. Wellington tan estresado como aquella mañana, sin saber a dónde ir para huir del tumulto.
En efecto, aún cuando el día estaba a pocas horas de su final, nadie parecía haberse dado un minuto para respirar, sofocando con ello al pobre Wellington, que ya no podía disponer de su sagrado pasillo para desentenderse del mundo y sus absurdos. Para acabar, las últimas horas de la tarde prestaron un sentido de urgencia a todos los que acudieron a él por algún motivo o menester, y ahora todos ellos lo perseguían, le hablaban, lo consultaban, le explicaban sus razones, sin que pudiera huir a las inquisiciones y los infinitos asuntos que le tenía preparado el Juicio.
*****
Ya la media noche está cerca. La fiesta ha sido indudablemente un éxito. Tantos preparativos, tantos dolores de cabeza le habían costado a la Sra. Wellington que ahora contempla orgullosa su fiesta. Llega al final de su existencia con la más grande y majestuosa fiesta de todos los tiemos -y esto es ya definitivo-, ha cerrado con broche de oro. Se pasea entre las distinguidas gentes sonriendo, platicando, moviéndose como en un sueño. Despreocupada se halla ya de la edad, los cosméticos, la opinión pública, el vestido de la esposa del presidente, con quien ahora latica gratamente, olvidada la vieja rivalidad femenil. Los distinguidos invitados charlan, bailan, ríen. Conforme se acerca la media noce, sin embargo, algo así como una marea se eleva entre los asistentes: es la expectativa de lo que va a ocurrir. Gradualmente las diversiones y los juegos son abandonados. Faltan ya unos minutos y un barullo preocupado llena la espaciosa sala principal. El reloj pasa sus manecillas con cuidado, se detiene en cada minuto. El últmo minuto parece congelarse, cada segundo se arrastra con dificultad hacia el siguiente, y aún más pesado hacia el que sigue.
La gente ensimismada, se dispone a registrar los últimos segundos, como lo hacen cada año nuevo.
Diez...
El tumulto es general, voces, comentarios.
Nueve...
Los nervios se tensan, los corazones se aceleran.
Ocho...
Las voces seelevan, conteniéndose apenas.
Siete...
Súbitamente, por encima del murmullo homogeneo, una poderosa voz
Seis...
-Señores!
Cinco...
Una voz profunda, en lo alto de la escalinata, una figura.
Cuatro...
Arriba, el Sr. Wellington domina la escena
Tres...
El eco de su voz aún retumba por el pasillo
Dos...
Silencio Sepulcral.
Uno...
Todos los ojos fijos en él.
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