La señora alemjillón se contoneaba dentro de su costoso vestido de noche. En el bar de mala muerte donde se metió no toleraban a las señora se la clase alta que venían a ostentar su fortuna. El cantinero le sirvió una cerveza cuando ella pidió una copa de champagn merlot cosecha 1833. Un grupo de hombres la rodeó cuando se sentaba. El primero en hablarle fue un viejo con la mitadde sus dientes y poco menos de la mitad desu vieja cabellera aún en la cabeza. Estaba arrugao y tenía la piel gruesa, la barba mal rasurada y la ropa grasienta. El sujeto lo que queria era discutir el uso dela dialectica romana en la literatura cortesana del siglo XV. La mujer sin embargo no poía platicar de eso, era un tema nimio y sin importancia para ella que, en ese momento, había perdido a su marido. El marido de ella era un aviador del ejército nazi. Se decidió meter al ejército después de haber amasado su fortuna vendiendo chocolates de puerta en puerta. Poco después empezó a vender jabones judios para finalmente alistarse al ejército nazi al iniciar la segunda guerra. La diferencia de carácteres ocasionó un extraño malentendido, de aquellos que ocurren cuando se habla de dos cosas completamente distintas. El hombre dejó a la señora entada en la barra y salió por la puerta seguido de su séquito de hombrecillos graves, lánguidos. La mujer sencillamente suspiró, pidió otra copa de chardonnay, y se tragó de un solo trago el tequila que le sirvieron. Afuera la cosa estaba grave. El país desertico se sentía solitario, el silencio reinaba, y el aire de misticismo que penetraba cada rincón y empapaba las consciencias de los habitantes y los visitantes parecía haberse endurecido y a punto de desmoronarse con un ligero golpe. Un joven justo afuera de la cantina, que se apoyaba en la puerta divisó a lo lejos, en medio del tiempo detenido y de las ondas que levantaba el sol sobre la arena, unas extrañas figuras se acercaban lentamente. Un grupo de comerciantes montados en camellos blancos, con la cabeza envuelta en turbantes retorcidos de trapos gastados y empolvados, avanzaban impasibles a la cantina que era el centro del pueblo. En realidad el "pueblo" consistía en una taberna y unas pocas casas de barro amontonadas en torno. Se encontraba a mitad del vasto desierto, sin caminos que lo conectaran con algún otro lugar del mundo entero. Era como un sueño. Los comerciantes envueltos que se acercaban llegaban ahí una vez cada año, vendiendo toda clase de menjurjes, venenos, animales fantñasticos, inventos de otro mundo, atavíos antediluvianos, metales de colores inimaginables, ropajes de telas que recordaban al humo o a la niebla... Al pasar ellos, la gente les cedía le paso, con lo que pudieron llegar a la cantina sin detenerse, donde se apearon y comenzaron a tocar sus instrumentos. Parecía un encantamiento, una escena de tiempos ancestrales, la atmósfera se cargó de electricidad, la gente los contemplaba embelesada, y una negra larga y delgada brincó fuera de un jarrón que descansaba entre ellos, envuelta en delgadas gasas tornasol, y bailó dando vueltas, brincando, retorciéndose, corriendo por toda la escena e incluso entre la multitud, se metía a la cantina, se subía a los techos, y corría, se iba a perder al desierto para llegar por el otro lado casi al instante. La multitud pareció entonces sobrecogida por una misteriosa revelación. El mundo se disipó. Ya no había en el universo más que la cantina, los gitanos, la gente, y el desierto. Más allá, nada. Nada de guerra, de historia, ciencia, tecnología, ya nada de gente ansiando poder y dinero, ni literatura francesa neoclásica. La llanura desértica no era sino un laberinto de espejos. La cantina y los gitanos lo eran todo. La gente podía ver los astros sobre sus cabezas moverse veloces, danzar entre ellos, tocando música. Una música profunda acorde con los misteriosos instrumentos de los gitanos. Un chillido interrumpió el trance. Las personas salieron de su profunda meditación en los misterios del universo entero cuando una señora gorda, envuelta en un apretado y costoso vestido de noche, negro y brillante, comenzó a gritar a viva voz con una voz tan aguda que quebró los tímpanos de más de uno. De entre los gitanos se levantó un viejo que nadie hasta entonces había visto. Muchos creyeron que apareció de la nada con sus poderes místicos. Era un tipo moreno y flaco, con la piel pegada a los huesos. Llevaba una larga y blanca cabellera hecha rastas, tambien una larga barba blanca y pajosa, amarrada cerca del final con un pequeño lazo. Sus ojillos la miraron atentamente mientras se acercaba a ella, que se paraba a la entrada del bar con la gorda cara enrojecida. El anciano se le acercó hasta estar de frente a ella, algo más alta que él. Levantó un dedo con ademán autoritario y con un solo movimiento que nadie, mucho menos la señora, alcanzó a ver del todo, le metió un bofetón que rebotó haciendo ecos por todo el desierto, que incluso cimbró los planetas que se detuvieron en su camino allá, a lo alto.
El viejo se dio la vuelta y regresó con los músicos. La mujer se quedó quita, paralizada, como una estatua de cera -que empezaba a sudar profusamente- mientras que el sucio hombre del bar que se le había acercado la miraba con desaprobacion por entre la multitud, sin que faltara detrás de el su grey de falderos. Los músicos reanudaron la música y la gente volvió a prestarles la atención interrumpida. Así pasan las cosas a veces.
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