jueves, 28 de febrero de 2013

El Sátiro


Un sátiro lo visitaba cada noche. A oscuras, acostado sobre su petate, cubierto en la gruesa cobija de lana, entre las paredes de adobe lo veía. Bajo la tenue luz de la luna que se filtraba por la puerta, divisaba apenas una silueta que parecía materializarse entre las sombras envolventes. Entonces se movía. Las primeras veces el se había asustado. Ahora no, ahora lo conocía. El sátiro andaba, iba y venia como ocupándose de ciertos menesteres: iba a la esquina y ponía al fuego pesados calderos, cruzaba la habitación y movía enormes figuras de piedra que evocaban bestias antediluvianas, luego se paraba al centro de la habitación, justo frente a el, y ejecutaba una extraña danza. Parecía convulsionarse, perder el control, girar vertiginosamente. Antes se asustaba, en vano quería levantarse y ayudarle. Ya no, ahora sabía que esto ocurría todas las noches, repitiendo siempre la misma escena. En la mañana las visiones se disipaban con el alba y cuando el sol penetraba por el marco de la puerta, apenas cubierto por una tela, se hallaba otra vez el solo, en el espacioso cuarto -en esos momentos le parecía grande, enorme-. Solo una caja de cartón descansaba junto a el.
Ahora el sátiro había dejado de visitarlo. El día que cumplió doce anos lo sorprendió la mañana en su espera del viejo sátiro al que, sin saberlo, le había tomado afecto. ¿Hacia cuantos anos que lo visitaba? 4? 6? Esa noche no vino. Ni la noche siguiente, ni la que siguió. Hacia ya un mes de esto y el extrañaba al grotesco sátiro, su extraño ir y venir, el misterioso ritual que ejecutaba noche tras noche, siempre igual, tan familiar para el. Era, pensaba el, su único amigo. Fuera, en la ígnea llanura, no tenia amigos. Ni los hombres que miraban al horizonte en silencio, siempre al horizonte, ni sus hijos que se ocupaban siempre en molestarlo; lo molestaban porque el también callaba. Callaba pero no miraba el horizonte. Una vez miro el horizonte, buscando lo que los hombres veían, y no vio más que la extensa llanura que huya de la vista para irse a perder allá, junto al cielo.
Pensó que tal vez los hombres veían algo que el no veía, algo mas Allah del horizonte, el cual descorrían con los ojos como a una cortina. El no lo veía; volvió a ver la tierra bajo sus pies. Ahí se veía mas clara. Miraba también sus pies morenos. Sus guaraches gastados. Miraba sus manos oscuras y recordaba al fauno. Este tenía pies como los de las cabras, y unas manos extrañas: dedos largos y unas como garras. Extrañaba al sátiro, el mismo día que cumplió doce lo pusieron a arar la tierra, ya era un hombre. Quería compartir esto con el sátiro. De alguna manera, mientras la criatura ejecutaba su danza ritual, el en secreto le hablaba. Lo pensaba dentro de su cabeza y entonces las ideas fluían dentro de el, como un arroyo que brotaba de su mente, diáfano y continuo. Y el se quedaba tranquilo y dormía. En la mañana cuando despertaba el sátiro se había ido.
Ahora se dedicaba a arar la tierra. Tenia un mes arando el campo, un mes sin ver al fauno. Se levanto esa noche del petate, pensando en su amigo. Se puso su jorongo y salio al campo. La noche era calida, el canto de las cigarras llenaba la inmensa llanura, arrullando la tierra dormida. Y el mundo entero estaba bañado en una atmósfera plateada. En lo alto la luna llena iluminábalo todo.
Araba ya la tierra, pensando que ahora su amigo seria el arado, pensando en el sátiro que lo había abandonado. Y entre sueños y recuerdos, fatigado por el trabajo vio ante el, algo apartado, al fauno. Y este bailaba como siempre lo hacia. Soltó el arado y corrió hacia la criatura. En lugar de acercarse, sin embargo, se alejaba. A cada paso que daba lo veía mas distante, el camino entre ellos se extendía. Corrió y corrió, el sátiro se perdió en la distancia, se hizo un punto distante y desapareció.
 El se sacudió, se froto los ojos; ya no veía nada. Regreso junto al arado. Volteo a ver el lugar donde había visto al fauno, estaba vacío. Entonces miró al horizonte.

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