Afuera del recinto, nada es real. Solo dentro de él. Y es difícil lidiar con lo que es real.
Aparentemente, para quien no lo sabe, podría parecer que es lo de afuera lo real. Pero no es así. Y esque entrar al recinto, es como entrar a un sueño. Las imágenes se suceden sin control, y uno apenas puede captarlas, confiar en que se sabe lo que son, o lo que fueron en el fugaz instante. Es como entrar en la propia mente. Los sentidos se confunden, se hace todo más difuso. La imagen es palabra y la palabra aroma. Es difícil acostumbrarse, primero hay que querer. También es necesario enfrentarse a uno mismo. Afuera, en la irrealidad, es todo muy cómodo. Las imágenes son imágenes, los olores olores, y el color es color; todo esto es constante, justo lo que parece ser. Todo es concreto y nada cambia, todo tiene bordes y estrictas limitaciones, ya conocidas.
No, adentro no es así. Adentro hay que aprender a moverse, o mejor dicho, a dejarse mover. Este frenético ir y venir de ideas, el constante cambio de esto a aquello, la relación infinita de las cosas con las cosas, aparentemente sin sentido, esta desquiciada realidad donde la razón no es más que una colección de lentas y aturdidoras palabras, en donde la palabra, digo la verdadera palabra, es la palabra precisa; pero no es una palabra como ésta o aquella, o como todas las que estás leyendo, sino un sonido, una onomatopeya abstracta de algo que no se siente, pero tiene textura, que no huele, pero tiene aroma, de algo que no tiene color pero sí luz. Este algo se expande, se transforma, se tuerce y retuerce, se deforma y da vueltas, pero que siempre es, en esencia, la misma sustancia insustancial, eso que escapa a todas las formas y sonidos, ideas vagas, concretas, como vapor difuso inasible o nube que es nube y cambia en formas y más formas. Imposible de retener, y más imposible aún, captar su esencia.
Este torbellino, para quien se atreve, para aquel que se aventure a entrar y soportarlo, conocerlo, dejarse llevar, es como una claridad, en contraste con el ofuscado mundo de las apariencias estáticas.
Afuera, en el mundo irreal, donde los ojos ven y los oídos escuchan, está la ceguera. Ver las cosas, donde el árbol es árbol, y esa mujer de allá es una mujer, la realidad se oculta, se retrae espantada ante lo preciso de las cosas, lo tangible e irrefutable, incuestionable. Semejante ceguera deslumbra, el árbol es tan árbol, que es insoportable, digo: insoportáblemente árbol. La vida ahí afuera es una muerte estática, perenne. Las cosas SON, demasiado tiempo, hasta el borde del hartazgo, condenadas desde su nacimiento, a una muerte inminente, siempre presente, porque sabemos que va a morir. Obran como cadáveres que quieren subsistir, seguir siendo cadáveres vivos, destinados al cambio desde que se apegan a la forma burda que han adoptado, esa prisión para la mente. No es más que un pedazo del fractal, del infinito fractal que realmente es, que no se manifiesta completo, que se mueve, muy lentamente, demasiado para ser íntegro.
Evidentemente, es locura, adentro, en lo real, entre lo real y con lo real. Porque la roca no es roca ya, ¡fue ya hace mucho! Un átomo es un universo y un cuerpo solo es una máquina, lenta y diminuta manifestación de lo prestado, un velo donde se oculta avergonzado lo que se es realmente, la esencia pura, más allá del juego de mascaradas y pretensiones. Aquí dentro, digo, ahí dentro, nada parece tener sentido, para quien se apega a esta irrealidad.
La realidad parece más un sueño, más que esta tangible y convincente mentira, más que a esta computadora, sólida, que no es verbo ni persona, que no tiene los brazos que tal vez podría tener, cuyo color es preciso, blanco, siempre blanco, y cuya forma, es su única forma, la que vemos. Cuyo teclado de letras solo forma palabras como éstas, que apenas sí describen, muy estrictamente, lo que son, nada más, no hay quien las cambie o las moldee. Palabras como tigre, que no es tigre sino mosca, ni mosca sino estrella, o monje, o verde, o que es esta atmósfera de rosas y el rocío luminoso y fresco, que respiro y me impregna, en esta habitación de paredes sólidas, su luz insistente su aire seco, y este constante ruido de teclas, de dedos nerviosos, y esta cabeza que habla más de lo que sabe.
Aparentemente, para quien no lo sabe, podría parecer que es lo de afuera lo real. Pero no es así. Y esque entrar al recinto, es como entrar a un sueño. Las imágenes se suceden sin control, y uno apenas puede captarlas, confiar en que se sabe lo que son, o lo que fueron en el fugaz instante. Es como entrar en la propia mente. Los sentidos se confunden, se hace todo más difuso. La imagen es palabra y la palabra aroma. Es difícil acostumbrarse, primero hay que querer. También es necesario enfrentarse a uno mismo. Afuera, en la irrealidad, es todo muy cómodo. Las imágenes son imágenes, los olores olores, y el color es color; todo esto es constante, justo lo que parece ser. Todo es concreto y nada cambia, todo tiene bordes y estrictas limitaciones, ya conocidas.
No, adentro no es así. Adentro hay que aprender a moverse, o mejor dicho, a dejarse mover. Este frenético ir y venir de ideas, el constante cambio de esto a aquello, la relación infinita de las cosas con las cosas, aparentemente sin sentido, esta desquiciada realidad donde la razón no es más que una colección de lentas y aturdidoras palabras, en donde la palabra, digo la verdadera palabra, es la palabra precisa; pero no es una palabra como ésta o aquella, o como todas las que estás leyendo, sino un sonido, una onomatopeya abstracta de algo que no se siente, pero tiene textura, que no huele, pero tiene aroma, de algo que no tiene color pero sí luz. Este algo se expande, se transforma, se tuerce y retuerce, se deforma y da vueltas, pero que siempre es, en esencia, la misma sustancia insustancial, eso que escapa a todas las formas y sonidos, ideas vagas, concretas, como vapor difuso inasible o nube que es nube y cambia en formas y más formas. Imposible de retener, y más imposible aún, captar su esencia.
Este torbellino, para quien se atreve, para aquel que se aventure a entrar y soportarlo, conocerlo, dejarse llevar, es como una claridad, en contraste con el ofuscado mundo de las apariencias estáticas.
Afuera, en el mundo irreal, donde los ojos ven y los oídos escuchan, está la ceguera. Ver las cosas, donde el árbol es árbol, y esa mujer de allá es una mujer, la realidad se oculta, se retrae espantada ante lo preciso de las cosas, lo tangible e irrefutable, incuestionable. Semejante ceguera deslumbra, el árbol es tan árbol, que es insoportable, digo: insoportáblemente árbol. La vida ahí afuera es una muerte estática, perenne. Las cosas SON, demasiado tiempo, hasta el borde del hartazgo, condenadas desde su nacimiento, a una muerte inminente, siempre presente, porque sabemos que va a morir. Obran como cadáveres que quieren subsistir, seguir siendo cadáveres vivos, destinados al cambio desde que se apegan a la forma burda que han adoptado, esa prisión para la mente. No es más que un pedazo del fractal, del infinito fractal que realmente es, que no se manifiesta completo, que se mueve, muy lentamente, demasiado para ser íntegro.
Evidentemente, es locura, adentro, en lo real, entre lo real y con lo real. Porque la roca no es roca ya, ¡fue ya hace mucho! Un átomo es un universo y un cuerpo solo es una máquina, lenta y diminuta manifestación de lo prestado, un velo donde se oculta avergonzado lo que se es realmente, la esencia pura, más allá del juego de mascaradas y pretensiones. Aquí dentro, digo, ahí dentro, nada parece tener sentido, para quien se apega a esta irrealidad.
La realidad parece más un sueño, más que esta tangible y convincente mentira, más que a esta computadora, sólida, que no es verbo ni persona, que no tiene los brazos que tal vez podría tener, cuyo color es preciso, blanco, siempre blanco, y cuya forma, es su única forma, la que vemos. Cuyo teclado de letras solo forma palabras como éstas, que apenas sí describen, muy estrictamente, lo que son, nada más, no hay quien las cambie o las moldee. Palabras como tigre, que no es tigre sino mosca, ni mosca sino estrella, o monje, o verde, o que es esta atmósfera de rosas y el rocío luminoso y fresco, que respiro y me impregna, en esta habitación de paredes sólidas, su luz insistente su aire seco, y este constante ruido de teclas, de dedos nerviosos, y esta cabeza que habla más de lo que sabe.
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