La Idea surgió repentinamente. Se propagó con la misma rapidez, y muy pronto nadie hacía más que pensar en ella. Nadie supo nunca de donde surgió, sin embargo poco después de su aparición se convirtió en un fenómeno, casi se podría decir en una sensación.
Y no es raro que un concepto cruce las mentes de manera tan rápida entre esta gente, para esta raza, capaz de proyectar imágenes propias en la mente de los demás, como si se tratara de un sueño. La idea, pues, se contagió como un virus. Y no es que fuera un virus. En la actualidad toda nueva idea es considerada una especie de virus, pero en ese entonces no era así.
Al principio solo era una imagen sin imagen... una idea. Después algo vago, borroso, luego una figura que nadie nunca logró definir: jamás habían concebido algo así. Los filósofos pronto empezaron a especular acerca de La Idea: ¿Qué era? ¿De dónde había surgido? ¿En qué consistía? Los más conservadores la rechazaron inmediatamente, sin más miramientos, semejante blasfemia no tenía por qué ser tolerada. Los más fantasiosos pretendieron convertirla en poema, o en canción, pero nunca lograron hallar las palabras adecuadas, la combinación precisa de las notas. Aquellos más religiosos quisieron atribuirle un origen divino, mientras que lo escépticos la catalogaron de inexistente y mera fantasía. En fin, la idea pronto causó gran polémica. Unos a favor, otros en contra, decidieron acudir al Consejo. El gran caracol en poco tiempo se llenó de gente, y así como la gente llenaba el recinto, las imágenes desbordaban por las paredes. Cualquiera que entrara ahí apenas si podía alcanzar a ver, entre tantos pensamientos, el mundo de los sentidos que tenía ante sus ojos, e incluso llegaba a pensar que éste era un disparate más de los que flotaban en torno a La Idea. Y es que eran imágenes de todo tipo: notas, números, fórmulas, geometrías, versos, universos, planetas, dioses, conceptos abstractos, personajes históricos, grandes músicos y poetas, científicos y santos, sin embargo la constante era siempre La Idea. La Idea por sí sola, en todos lados, llenando el ambiente de confusión que reinaba como la luz que da color y bordes a las cosas. Ahí reinaba la idea, en su estado puro, incierto, adornado con toda clase de malabarismos mentales, imágenes, conceptos y palabras inteligibles, y sin embargo, ella permanecía inmutable, intocable, más allá de todas las interpretaciones con que la recubrían, sin relacionarse con ninguna de ellas, siempre aislada, ajena.
Finalmente la reunión del Consejo empezó. En un instante todo el barullo de pensamientos entremezclados -que ya aturdía y se hacía insoportable- se calló. Ahora todo el barullo y la tempestad de la incertidumbre se convirtió en un gran mar de oleaje armónico y homogéneo, y allá arriba, como la luna llena, el Consejo.
Hablaron y hablaron. Durante horas. Días. Nadie sabe ciertamente cuánto tiempo pasó. Pensaron, imaginaron, especularon, pero nada sirvió. La Idea permanecía inalcanzable y aislada. Las palabras y conceptos de los mismos sabios no sirvieron de nada. Naturalmente, pronto llegó el miedo ¿Qué era, pues, La Idea? ¿De dónde había surgido? ¿Era acaso de este universo? Los sabios con todo su conocimiento no habían logrado dar con la respuesta. Muchos entonces decidieron olvidarlo, no tener nada que ver con ello, borrarlo de sus mentes. Muchos, por el otro lado, siguieron especulando al respecto, otros tantos hicieron de La Idea un dios, creando doctrinas y levantando altares, otros le cantaban versos, y los que pintaban quisieron plasmar su imagen, no lo lograron.
Los que optaron por olvidarse de ella y volver a su vida cotidiana no pudieron, pues La Idea permanecía ahí, constante, siempre presente, inextinguible. A muchos llevó incluso a la desesperación y a la locura, otros quisieron olvidarla embriagándose, entregándose a toda clase de placeres, sin éxito, y mientras más la querían despojar, más presente se hacía. Los más extremistas se aventuraron a considerarla un mensaje del fin del mundo, y salieron a predicar y hacer toda clase de locuras a la calle, muchos se suicidaron. Los más sensatos le permitieron estar ahí, crecer, que se ocupara de sí misma mientras ellos se ocupaban de sus propios asuntos. Algunos incluso dedicaron una hora diaria de meditación en torno a la idea. Estos fueron los que mejor soportaron la crisis.
Pasó, pues, el tiempo, poco a poco, la gente perdió el miedo, empezó a acostumbrarse a La Idea, se dieron cuenta de que no les afectaba, así como ellos no podían alcanzarla, así mismo ella no les hacía ningún daño. Así la idea se volvió parte de la vida diaria, inmóvil y sin relación con el mundo exterior, era como respirar.
Pasaron los años, las generaciones, se acabó por olvidar, pues, que La Idea surgió alguna vez, y se acabó por volverse parte esencial de la vida, algo que siempre había estado, y cuya ausencia sería inconcebible.
Ya no era un fenómeno, la gente la tenía, sí, pero ya no se ocupaba de ella, se llenaban la cabeza de pensamientos, preocupaciones, y la idea quedó sepultada, siendo y creciendo por sí sola, evolucionando siempre, como ese viejo y olvidado canal de pensamiento colectivo.
Solo se sabe de La Idea que de ella han surgido las demás ideas, como ramas que emanan de un solo tronco esencial, y estas ideas se han desarrollado y concretado, sin que La Idea se vea afectada.
Sugiero al lector busque dentro, muy dentro de sí mismo, detrás de sus sensaciones, concepciones, juicios y prejuicios, más allá de lo que cree y de lo que ya sabe, esta idea, La Idea. Puede conectarse con ella, tal vez le proporcione alguna respuesta, o mejor: alguna buena pregunta.
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